LIBRO: Entre el Perú y Chile: la cuestión de Tacna y Arica
Link proporcionado por la Biblioteca Nacional del Perú
Páginas de divulgación histórica
Autores: Enrique Castro y Oyanguren
Dedicatoria
El autor de estas líneas dedica su trabajo a la opinión pública de América y Europa, a los intelectuales, a los periodistas, a los obreros, a todos los hombres de recta conciencia y de nobles sentimientos. Por muy modesta que sea su personalidad, no lo es la causa que tiene la fortuna de defender. Alentado por la magnitud y trascendencia de su empresa, se dirige, seguro de despertar una cordial compenetración de ideas y de afectos, a cuantos -hombres de razas diferentes, pero de un común y generoso entusiasmo por la justicia- sientan como propias las violaciones de la moral y del derecho.
Cuando una ráfaga de idealismo pasa por el mundo, tronchando la obra de la iniquidad, no es posible que en el corazón de este continente siga imperando la injusticia. Hay dos pueblos oprimidos que reclaman su libertad; hay dos pueblos mutilados que piden la reintegración de su derecho. Tarapacá y Antofagasta, Tacila y Arica, hace más de treinta años que siguen atadas [4] al carro del vencedor. El mundo lo ha consentido y tolerado, porque sobre su conciencia pesaba como un sortilegio de preocupaciones y errores, de equilibrios e intereses encontrados. De pronto ha resonado, entre los fulgores de gloria de las batallas, el verbo de la nueva humanidad, personificado en el gran estadista americano. Y esa lumbre ha esclarecido la conciencia universal. Todas las injusticias, todos los atentados, todos los ultrajes a la soberanía de las naciones quedan al descubierto. Ya no es posible celarlos con la indiferencia, ni defenderlos con la fuerza. La firmeza no tiene hoy ningún valor si no está acompañada por el derecho.
El tratado de paz ha sido roto por el pueblo mismo que nos lo impuso. De atropello en atropello, de coacción en coacción, Chile ha ido borrando una a una las cláusulas de un pacto, que nos dictó un día por el hierro y por el fuego.
Pues bien: ese pacto, que Chile no quiso cumplir, está caduco. Nosotros lo repudiamos y lo desconocemos. Esa es hoy la palabra del Perú.
Ha llegado la hora en que van a residenciarse todos los valores y todos los títulos de dominación. Quien no puede ostentar sino la fuerza y la conquista como instrumento de su poderío, tiene que declararse vencido y fracasado en esta suprema reivindicación de los derechos humanos.
El alma de América, el alma de la raza latina propicia a todos los entusiasmos, ha [5] de vibrar al unísono con los que proclaman la libertad, que es la sustancia y la razón de ser de este continente. Para nosotros los americanos -ha dicho Wilson- el derecho es más precioso que la paz. Y para hacerlo triunfar, emprendió su pueblo la generosa cruzada de liberación, que ha redimido a Europa de la última supervivencia del despotismo feudal.
La causa peruana -que es la causa de la justicia- no necesita para triunfar del estrépito y vocerío de la fuerza. Va a ser un triunfo incruento, pedido y reclamado por la conciencia universal. Sólo le basta que cristalice y se imponga, en el mundo la idea democrática del derecho de los pueblos a disponer de su suerte.
A esclarecer esa conciencia están enderezadas las páginas históricas que van a leerse. Como modesto contingente a la gran obra de libertad y justicia, el autor de estas líneas -que no quiere engalanarse con lauros que no le corresponden- ha resumido y compendiado del mejor modo que le ha sido posible, adicionándola con el relato de los hechos posteriores a su publicación, la notable obra de D. Víctor M. Maurtua, titulada «La Cuestión del Pacífico» (1901), que por la amplitud de sus dimensiones, acaso no pueda servir para la propaganda y difusión del derecho peruano, que es lo que nos proponemos, sino como un libro selectísimo de consulta para los que quieran seguir en su vasto desarrollo los títulos que avaloran nuestra causa. [6]
¡Feliz quien ha trazado estos renglones si logra atraer a la causa del Perú a algún espíritu noble, desinteresado y justiciero, que a la contemplación de la realidad expuesta someramente en estas páginas, donde se ha procurado sofrenar el ímpetu de la pasión, arda en santa ira contra los que han mancillado el honor del continente, implantando en América la desmembración y la conquista!
E. C. y O. [7]
Entre el Perú y Chile
La cuestión Tacna y Arica
Hay en Sud América un grave problema, consecuencia de la guerra de 1879, que el Herald de Nueva York acaba de hallar la Cuestión de Alsacia y Lorena del Pacífico, y que no podrá desaparecer de entre las preocupaciones y zozobras del horizonte internacional, hasta que se resuelva de acuerdo con la justicia.
Procuremos exponer con la mayor claridad y precisión los antecedentes de este asunto, tratando, en lo posible, de despojarnos de todo sentimiento nacionalista y haciendo que hablen por nosotros, en vez de la pasión y los intereses de partido, los documentos oficiales y la imparcial opinión de los extraños.
Antecedentes de la guerra
La guerra de 1879 fue sostenida, de una parte por el Perú y Bolivia, y de otra parte por Chile. ¿Cuál fue el origen de esta contienda? [8] ¿Cuáles fueron sus consecuencias en el orden internacional y en la geografía de Sud América? Vamos a explicarlo en muy pocas palabras.
El Perú y Chile no eran países limítrofes. Entre ambos surgía el litoral boliviano, tendido a modo de puente entre las dos repúblicas. El límite norte de Chile era el desierto de Atacania. Todas las provisiones reales de la época colonial, todos los actos públicos e internacionales de Chile después de la consumada independencia, señalaban esa demarcación territorial. Las constituciones chilenas desde el año 1822 reconocían por límites naturales de esa república, al Sur el Cabo de Hornos y al Norte el Despoblado de Atacama. Sus tratados internacionales (el de paz con España - 1844) así lo declaraban expresamente.
De pronto, en 1841, descúbrense en el litoral de Bolivia ricos yacimientos de guano. Tratábase de tierras reconocidas desde tiempo inmemorial como pertenecientes a ese país. Sin embargo, el vecino osado y cauteloso decidió desde entonces avanzar hacia el norte. Jamás había alegado títulos ni derechos; pero un día la fragata de guerra «Chile» desembarca su marinería, construye un fortín en Mejillones y enarbola la bandera chilena. El paso inicial estaba dado. La invasión y la conquista habían conseguido en América su primer triunfo sobre el derecho. [9]
En vano protestó Bolivia. Sus demandas caían en una atmósfera de indiferencia. Lejos de perturbarse con las reclamaciones de su víctima, Chile siguió inflexible su propósito. Sus poderes públicos, solidarizados con el desmembramiento, expidieron una ley, que según la protesta boliviana «extendía los límites de la república con menoscabo de la integridad territorial de Bolivia».
Agotados los recursos de la diplomacia, el país expoliado propuso ir al arbitraje de la Gran Bretaña. Si Chile hubiera tenido la conciencia de su derecho, hubiera ido gustoso a esa cita de honor; pero Chile rehusó el arbitraje. Primera prueba, primera confesión de su culpabilidad. Más tarde lo veremos reincidir en este sospechoso terror a la justicia arbitral.
Así las cosas, llega Melgarejo al gobierno de Bolivia. Todo el mundo sabe que este nombre es sinónimo de tiranuelo vulgar. La conciencia pública de su país y la de América repudiaron a ese déspota ensoberbecido; pero hubo un pueblo que demostró el mayor entusiasmo y simpatía por ese hombre, de quien se sirvió como de un instrumento para sus planes conquistadores. Véase la actitud de Chile frente a Melgarejo. En esa época, mantuvo un doble juego con Bolivia: por una parte le arrebataba el territorio recientemente disputado, a cuya posesión jamás había alegado derechos antes del descubrimiento del guano. Y, por [10] otra, procuraba, lanzar a Bolivia contra el Perú, usurpándole el puerto de Arica.
He aquí las pruebas. Para la primera afirmación, baste apuntar el tratado de límites que arrancó a la demencia de Melgarejo, y que reconocía el derecho de Chile, jamás sustentado en ningún título, hasta el paralelo 24. Para la segunda, nos limitamos, a consignar estas líneas, entresacadas de una carta del diplomático boliviano señor Muñoz, quien, narrando las conferencias celebradas por él en La Paz, en su calidad de Ministro de RR. EE. de Bolivia con el Plenipotenciario chileno Vergara Albano, afirma, bajo la fe de su palabra y de su alta investidura, que el representante de Chile le hizo la siguiente proposición: «Que Bolivia consintiera en desprenderse de todo derecho a la zona disputada, desde el paralelo 24, hasta el Sur, o cuando menos hasta Mejillones inclusive, bajo la formal promesa de que CHILE APOYARÍA A BOLIVIA, DEL MODO MÁS EFICAZ PARA LA OCUPACIÓN ARMADA DEL LITORAL PERUANO HASTA EL MORRO DE SAMA, EN COMPENSACIÓN DEL QUE CEDERÍA A CHILE; en razón de que la única salida natural que Bolivia tenía al Pacífico, ERA EL PUERTO DE ARICA (Carta del Ministro D. Mariano Muñoz a D. Zoilo Flores, Ministro, Plenipotenciario de Bolivia en el Perú).
Aquí se ve el primer golpe asestado traidoramente al Perú, ¿Qué le había hecho esta nación a Chile? ¿Por qué tramaba en silencio su desmembración y ruina? El Perú [11] era ajeno a las contiendas que se ventilaban entre esas repúblicas; no tenía parte ni parte en sus diferencias, y, sin embargo, Chile desliza arteramente en los oídos de los hombres públicos bolivianos la idea de ayudarles del modo más eficaz para que se apoderen de nuestro territorio, jamás disputado por bolivianos ni chilenos. ¿Qué quiere decir esto? ¿Quién ha sembrado los odios y las desconfianzas en Sud América?; ¿quién es el pueblo que no sólo pugna por apoderarse de lo ajeno, sino que promete a los demás su apoyo decisivo para que también se echen encima de lo que no les pertenece? ¿Cómo podrá justificar Chile esta conducta, ante la conciencia de los hombres honrados?
Así, pues, la nueva situación jurídica era ésta: el límite norte de Chile reconocido en el paralelo 24. Pero como lo que ansiaba esta nación era poseer algún título de dominio sobre los yacimientos de guano consignó en el tratado la siguiente cláusula, germen de todas las catástrofes que sobrevinieron años después: «Se partirán por mitad los productos provenientes de la explotación de los depósitos de guano, descubiertos en Mejillones y de los demás depósitos del mismo abono que se descubrieren en el territorio comprendido entre los grados 23 y 24 de latitud meridional, como también los derechos de exportación que se perciban sobre los minerales extraídos del mismo espacio de territorio que acaba de designarse». [12]
En tratado posterior (1874) se estipuló que los derechos de exportación impuestos a los minerales de la zona interior no excederían de la cuota que por dicha época se cobraba.
El tratado de alianza
Tal era el estado jurídico e internacional de esas repúblicas, cuando Bolivia llamó a las puertas del Perú, solicitando la celebración de una alianza defensiva.
Analicemos sucintamente el alcance de ese pacto.
Conviene notar, ante todo, que la política internacional del Perú se distinguió siempre por el más desinteresado y noble americanismo. A raíz de la independencia, abogó con calor por la reunión del Congreso de Panamá, ideado por Bolívar para cimentar la alianza de estas nacientes repúblicas. En 1866 fue el campeón de la resistencia contra España, y, en las aguas del Callao se dio el célebre combate del Dos de Mayo, que salvó el honor del continente y afirmó la solidaridad de América frente a las reivindicaciones europeas. Cuando el imperialismo extranjero sentó su planta en Méjico, el Perú coadyuvó con sus recursos y su propaganda a fomentar la causa republicana. Cuba recibió en ocasión memorable el contingente de su apoyo material y de su más franca y decidida colaboración. Lima fue la sede de dos Congresos [13] jurídicos americanos, llamados a propugnar la unión y solidaridad de estas repúblicas. En más de cincuenta años de vida independiente, rico, próspero, dueño de los opulentos territorios de Tarapaca, que ya comenzaban a despertar la codicia chilena, el Perú no había tenido cuestiones territoriales con sus vecinos, y el único problema de fronteras que dejó pendiente la guerra de la emancipación no fue resuelto por las armas, sino aplazado hasta que la acción del tiempo serenase las pasiones.
Bolivia, que conocía estos antecedentes y que era ya víctima de las ambiciosas pretensiones de Chile, solicitó la adhesión del Perú para celebrar un pacto de alianza, meramente defensivo. Para trocarlo en un eficaz instrumento de pacificación continental, se gestionó de la República Argentina que lo convirtiese en un tratado tripartito. No se logró esto último, en virtud del aplazamiento del Senado argentino.
Fácilmente salta a la vista cuál es el alcance de este pacto: precaverse de los planes conquistadores de la única nación, que con astucia, cautela y perseverancia dignas de mejor empleo, había ensanchado ilegítimamente sus dominios, de la única nación que invertía su dinero en elementos bélicos en proporciones desmesuradas con sus recursos financieros, de la única ilación que armaba asechanzas y tramaba proyectos de desgarramiento y de conquista contra sus desprevenidos colindantes. [14]
Chile, que conocía desde 1873 este tratado al que el Perú no le había dado gran importancia, decidió precipitar los acontecimientos, y valiéndose de un pretexto sobre interpretación de su pacto especial de límites con Bolivia, ocupó con sus tropas el puerto de Antofagasta. Esto es lo que con frase gráfica, se ha llamado desde entonces el pleito de los diez centavos, porque Bolivia, queriendo enmendar las cuantiosas concesiones hechas a Chile por Megarejo, convino con la Compañía, explotadora del salitre de Antofagasta, en que se gravara con un impuesto de 10 centavos a cada quintal de abono que se exportara por dicho puerto.
Tenemos, pues, ya en acción el terrible espectro de la tierra en la América del Sur. Chile ocupa manu militari el territorio boliviano, y la cancillería de La Paz insta al Perú, su aliado, para que declare el casus foederis.
Entretanto, ¿cuál es la actitud del Perú? La de un mediador amistoso entre ambos litigantes. Su deseo más vehemente es que no estalle la guerra, y envía a Chile, como intérprete de esa política de paz y de conciliación, a un diplomático experimentado, don José Antonio de Lavalle. El enviado del Perú fue recibido entre denuestos y vociferaciones. Quien iba en nombre de la paz y de la conciliación, fue rechazado por la plebe con ritos de muerte... «Y desde el muelle hasta el hotel central -dice en su nota el cónsul peruano que acompañaba a Lavalle- [15] tuvimos que caminar entre dos filas de policiales y estrechados a cada paso por una muchedumbre airada y enemiga, como reos que llevan al suplicio».
En medio de este ambiente de hostilidad inició Lavalle sus negociaciones. Propuso equitativas bases de arreglo, que cualquier espíritu sincero hubiera aceptado; pero los negociadores chilenos, que iban a lo suyo, rechazaron perentoriamente los proyectos de avenimiento, y exigieron en tono destemplado que el Perú declarara que, producido el conflicto, se mantendría perfecta y absolutamente neutral.
No descansaba, mientras tanto, el populacho chileno en sus violencias contra el Perú. La legación y el consulado fueron objeto de ultrajes vergonzosos, y los acosados y perseguidos. El plan era muy visible. Se quería aprovechar de la indefensión del Perú y de la superioridad militar de Chile, para arrebatarnos el rico departamento de Tarapacá. La guerra fue declarada por Chile el 5 de abril de 1879.
Sólo por sarcasmo, y aprovechando de la ignorancia que de los asuntos de América hay en este continente, pueden afirmar los escritores chilenos que la guerra fue provocada por el Perú. Así decían, ni más ni menos, los políticos y oradores de Alemania, que la guerra mundial en la que ha perecido, el imperialismo, fue desencadenada por las ambiciosas miras de Francia y de Inglaterra. [16]
¡Provocada por el Perú! ¡Y estábamos desapercibidos por tierra y por mar, y no disponíamos de elementos de ataque ni resistencia!
¿Y para qué habríamos de provocar a Chile? ¿Qué incentivo nos llevaría a tan insensata lucha?... ¿Territorio, riqueza? Ni el Perú los necesitaba, ni Chile podía otorgarlos. La riqueza y el territorio que ansiaba poseer Chile eran las salitreras de Tarapacá. Por eso, sin motivo y sin antecedentes, sin ofenderle ni agraviarle, Chile nos declaró la guerra.
La guerra y la mediación americana
Hemos dicho que el Perú había descuidado su preparación militar. Este fue su único error, su único pecado contra la paz de América(1). Chile lo sabía, ya pesar de que no hicimos declaración alguna de solidaridad con Bolivia, nos vimos envueltos en el pavoroso conflicto. Por tierra y por mar [17] fuimos vencidos, aunque el heroísmo de los combatientes peruanos causaba la admiración de sus propios enemigos. Las hazañas del Huéscar y las epopeyas de Arica pueden parangonarse con los hechos más grandiosos de la historia. Después de los desastres pudo repetir el Perú, «todo se ha perdido menos el honor.» Chile, en cambio, ganó la guerra, pero no acreditó la grandeza de alma y los sentimientos de humanidad que depuran ante el concepto universal esas horribles hecatombes. Chile fue cruel, despiadado, rapaz, indigno de la victoria. Todas esas bárbaras escenas del imperialismo germánico, que tanto han horrorizado a la humanidad en la última guerra; todas esas inútiles y espantosas crueldades que ponen de relieve los más bajos y ancestrales instintos de la selva primitiva, todo eso tuvo un lúgubre anticipo, hace 38 anos, en estas tierras de la libertad y de la [18] democracia americana. Chile ultimaba a los heridos y prisioneros; Chile fusilaba a mansalva a los náufragos; Chile saqueaba e incendiaba las indefensas poblaciones. Los destructores de Reims y de Lovaina tuvieron sus precursores inmediatos en los que pillaban la Biblioteca de Lima y la convertían en pesebre para los caballos de su soldadesca; en los que se apoderaban de las artísticas joyas y reliquias del Museo para llevarlas a Chile como trofeos de guerra.
Consumada la ocupación del territorio, el gobierno de los Estados Unidos ofreció (1880) la mediación americana. Las conferencias de paz se celebraron en Arica. Claramente y sin rebozo, enunciaron sus pretensiones los negociadores chilenos. Cesión incondicional del territorio de Tarapacá; pago de indemnización de guerra; retención por parte de Chile de Moquegua, Tacna y Arica, mientras se cubriera aquel compromiso; obligación, por parte de Perú, de no artillar el puerto de Arica. He aquí las cláusulas esenciales impuestas por Chile. Ni el Perú ni Bolivia acertaron la entrega del territorio; pero estuvieron llanos al abono de la indemnización. El negociador peruano propuso acudir al arbitraje de los Estados Unidos, lo que fue rechazado por Chile. Firme cada cual en sus puntos de vista, se dio por infructuosa esta primera tentativa, de mediación, patrocinada generosamente por el gobierno norteamericano. [19]
La acción de los Estados Unidos adquirió pronto más amplios desenvolvimientos. El noble espíritu idealista que animaba al Secretario de Estado Mr. Blaine no se desalentó con el fracaso. La política americana no había tomado el vuelo de irradiación mundial, que la convierte hoy en garantía del derecho de todos. Reducida a sus más cortos límites, falta de tradición y de ambiente para orientar las decisiones de las cancillerías, su acción estaba entonces desprovista de la energía aplastante y de la eficacia moralizadora que hoy ostenta. Estaba aún, por desgracia, muy lejano el día en que Wilson ha hablado desde el Capitolio para que le obedezcan todos los pueblos del mundo. El Secretario de Estado mandó instrucciones al Ministro de Estados Unidos Mr. Hurbult, en el sentido de cooperar a que la integridad del territorio peruano debería mantenerse. Tanto en su discurso de recepción, como en el memorándum que presentó al general chileno Linch, el representante americano expuso terminantemente que los «Estados Unidos no podían aprobar la guerra con el fin de lograr un ensanche territorial», y que no habiendo entre el Perú y Chile fronteras que arreglar, afirmaba con toda claridad que una actitud semejante no se armonizaría, con la dignidad y la fe pública de Chile». Exigir la desmembración del territorio peruano sería recibido con el mayor desagrado en los Estados Unidos, concluía, el diplomático americano. [20]
Surgió una divergencia de criterio entre los dos enviados americanos, que en Lima y en Santiago, llevaban las negociaciones de arreglo, y para zanjarla, se acordó acreditar a un ministro especial ante las repúblicas beligerantes.
Esta tercera tentativa de mediación fue encomendada al señor William Henry Trescot. Tampoco fue coronada por éxito feliz. Las intrigas chilenas triunfaron de la buena fe de ese honrado diplomático, cuyas exhortaciones amistosas para llevar a Chile al terreno de la razón, se quebraban ante la férrea armadura de una diplomacia que no reconoce más derecho que el de la fuerza.
Hubo una última mediación, la de Mr. Padtridge. El gobierno americano se había modificado. Al Presidente Garfield, había sucedido Mr. Arthur, y el noble y generoso Mr. Blaine había encontrado su reemplazante en Mr. Frelinghuysen. El nuevo negociador no arribó a ningún resultado provechoso. Desautorizado, por su gobierno, no le quedó otro recurso que renunciar e irse al extranjero, donde puso fin a sus días. Así terminó, de tan triste suerte, la mediación de Estados Unidos, con notorio quebranto, de su prestigio en los destinos del continente. Eliminada la acción del único poder capaz de mantener a raya la codicia chilena, la conquista, con todo su cortejo de intranquilidades futuras, quedó erigida como árbitro [21] supremo de los destinos de América. Chile impuso al Perú quia nominor leo la cesión territorial. Desangrado y exánime, sin fuerzas para resistir la presión brutal del conquistador, el Perú suscribió el tratado de Ancón, que entrega a Chile el rico departamento ele Tarapacá y la ocupación por diez años de las provincias de Tacna y Arica (1883).
Lo que vale la indemnización
Así terminó la llamada guerra del Pacífico, buscada, provocada y usufructuada por Chile. Queda, pues, bien establecido que el Perú entró en la guerra, cuando más empeño ponía en evitarla, no sólo porque pugnaba con sus tradiciones de sincero americanismo, sitio porque ni la necesitaba ni la quería. Bien hallado en la paz, en amistoso concierto con las demás naciones, con graves problemas financieros a que atender, el Perú hizo todo lo que humanamente le fue posible para, sin mengua de su decoro, ahorrar al mundo el bárbaro espectáculo de una guerra fratricida. La responsabilidad de esta catástrofe no le incumbe, aunque sí le han alcanzado, por desgracia, sus más dolorosas consecuencias.
¿Qué importaba para el Perú el sacrificio que nos impuso Chile con el pacto de Ancón? Lo diremos en muy breves palabras. Tarapacá, asiento de los riquísimos [22] depósitos salitrales que hoy constituyen la principal y más saneada fuente de los recursos chilenos, es una extensión territorial que mide un área de 16,789 y ½ millas cuadradas.
D. Alejandro Garland, un distinguido publicista peruano muy conocedor de esta materia, hizo en cierta ocasión cálculos minuciosos basados en la más estricta observación y en el estudio de los presupuestos y de las finanzas chilenas, en virtud de los cuales llegó a la conclusión de que la entrega de Tarapaca representa la contribución de más formidable y cuantiosa que registra la historia; pues, calculando los ingresos fiscales que ha obtenido Chile y los que seguirá teniendo por esa riqueza, que no fue nunca suya, lo mismo que el rendimiento de las aduanas durante la ocupación y los impuestos y exacciones militares de aquella época, se puede afirmar que dicha contribución representa la enorme suma de 2.350 millones de pesos, y puede evaluarse con igual corrección en 650 millones de pesos la que ha pesado sobre Bolivia; representando así el total del tributo de guerra exigido por Chile, tres mil millones de pesos. Es decir, que la indemnización que exigió Bismarck a Francia, país de 36 millones de habitantes, era inferior a la que ha pagado y sigue pagando el Perú, con menos de tres millones de pobladores y con un presupuesto anual de 30 millones de francos. [23]
La cuestión Tacna y Arica
Aparte de Tarapacá, cedido perpetua e incondicionalmente, el Perú consentía en una nueva y dolorosísima exigencia. Sus dos provincias de Tacna y Arica continuaban ocupadas militarmente por Chile, por el término de diez años. «Expirado este plazo -dice el artículo 39- un plebiscito decidirá en votación popular, si el territorio de las provincias referidas queda definitivamente del dominio y soberanía de Chile, o si continúa siendo parte del territorio peruano. Aquel de los dos países a cuyo favor queden anexadas las provincias de Tacna y Arica, pagan al otro diez millones de pesos, moneda chilena de plata, o soles peruanos de igual ley y peso que aquélla.
«Un protocolo especial, que se considerará como parte integrante del presente tratado, establecerá la forma en que el plebiscito deba tener lugar y los términos y plazos en que hayan de pagarse los diez millones por el país que quede dueño de las provincias de Tacna y Arica».
Parece inútil consignar aquí que todo en Tacna y Arica era y continúa siendo intensamente peruano. Pobladores, intereses, sentimientos, tradiciones; todo llevaba el sello del más intenso y exacerbado patriotismo. Don Gonzalo Bulnes, notable historiador [24] chileno, así lo confirma. «El Perú -dice- ha estado escuchando el clamoreo de los habitantes de aquella provincia por reincorporarse a su antigua nacionalidad». Las generaciones se han sucedido, los viejos han bajado a la tumba, los jóvenes los han reemplazado, y siempre y en todo momento la aspiración de tacneños y ariqueños por restituirse a la patria peruana ha sido tan continuada y persistente, tan enérgica e imperiosa, como los franceses de Alsacia y Lorena y los italianos de las provincias irredentas.
Poco antes de que se cumpliera el plazo estipulado, el Perú inició la primera gestión para arribar a un acuerdo sobre el plebiscito en el tratado de paz. En agosto de 1892, el señor Larrabure y Unanue, Ministro de Relaciones Exteriores, al plenipotenciario chileno para celebrar sobre este asunto. Las bases propuestas por nuestra cancillería eran la desocupación del territorio de Tacna y Arica y su entrega al Perú, y la celebración de un tratado comercial, en que los productos chilenos y peruanos entraran en el otro país libres de derechos. Después de una larga espera de ocho meses, el plenipotenciario chileno descartaba la negociación comercial, avanzando la idea de que Chile mantendría sus expectativas a las provincias de Tacna y Arica. La negociación no avanzó un solo paso y quedó estacionaria, gracias a las demoras y dilaciones de Chile. [25]
Reanudadas las conversaciones (8 de abril de 1893), la cancillería peruana sentó estas dos bases:
1ª.- El Perú, como señor del territorio, puesto que la ocupación militar de Chile sólo dura diez años, debe presidir la operación del plebiscito;
2ª.- En el plebiscito sólo deben tomar parte los regnícolas, con exclusión de los chilenos y extranjeros.
Y para el efecto, envió un memorándum al ministro chileno, en que se proponía la celebración del plebiscito, partiendo el territorio en dos zonas, una incluida por las ciudades de Tacna y Arica, que debía presidir el Perú, y la restante por Chile. Dentro de su zona, cada país estaba en libertad de establecer el reglamento de procedimiento que le fuera más conveniente.
Si el voto de los habitantes fuera favorable al Perú, éste se comprometía a recibir, libres de derechos, por el plazo de 203 años, todos los productos naturales y manufacturados de Chile(2). [26]
¿No es de admirar y de conmover hasta las fieras, el intenso afán de recuperar provincias que revela el proyecto peruano? ¿No es heroica la actitud de un pueblo que prefiere enfeudarse económicamente al vencedor y sufrir durante 25 años, y quién sabe si para siempre, la hegemonía comercial y política de otra nación, sólo para libertar a sus provincias, carne de su carne, que sufrían el yugo de oprobioso cautiverio? Tan así lo comprendió el señor Vial Solar, Ministro chileno en Lima, que al juzgar pocos días después estas fracasadas negociaciones, y a vuelta de ponderar las que de ese arreglo hubiera reportado Chile, agrega esta oportuna confesión:
«En cambio, y de esta suerte, ¿qué se abandonaba en el campo del derecho estricto y de la conveniencia calculada a la otra parte contratante? Solamente las poblaciones de Tacna y Arica, que habían continuado siendo peruanas después de esfuerzos inútiles para chilenizarlas, y que, según las ideas que entonces dominaban entre los estadistas chilenos, no eran apropiadas ni siquiera para servir de frontera militar avanzada de la provincia de Tarapacá».
Pues tampoco esta proposición fue aceptada por Chile, que no se resolvía a que otra potencia neutral, escogida como árbitro, presidiera la función del plebiscito, de transacción presentada después por la cancillería peruana. La negociación quedó otra vez interrumpida. [27]
El señor Jiménez, Ministro de Relaciones Exteriores del Perú, volvió a reanudar las conferencias. Nacido en Tacna, con grandes vinculaciones en ese suelo, el diplomático peruano no podía conformarse con que la tierra de sus mayores continuara bajo la opresión del conquistador. Por fin, después de reiteradas conversaciones se arribó a unas bases de arreglo, cuya primera cláusula decía que «el plebiscito se verificará en las condiciones de reciprocidad que ambos gobiernos estimen necesarias para obtener una votación honrada y que sea la expresión fiel y exacta de la voluntad popular de las provincias de Tacna y Arica». El Ministro chileno don Javier Vial Solar afirmó por escrito que aceptaba esas bases, en nombre de su gobierno.
Estaba dado el primer paso: al fin, a vuelta de vacilaciones y distingos, habíamos arrancado a Chile el compromiso de ir al plebiscito en condiciones de igualdad. Trasladáronse las negociaciones a Santiago, y allí se nos deparó una estupenda sorpresa. El gobierno de Chile, a la vez que exigía una prórroga del tratado por haberse cumplido los diez años en él estipulados para la legítima ocupación de Tacna y Arica, declaraba al Ministro del Perú que hacía tabla rasa del protocolo Jiménez Vial Solar y que había que comenzar de nuevo a discutir otras bases de arreglo.
Dejamos a la apreciación de quienes nos lean, la insólita conducta de la cancillería [28] chilena, reveladora de un espíritu poco compatible con el decoro ya la honradez internacional.
El mismo diplomático chileno señor Vial Solar y a quien dejó tan malparado su cancillería, va a encargarse de comentar esta actitud. Afirma que las bases fueron aprobadas por su gobierno, que las negoció con plena conciencia de que interpretaba el pensamiento de Chile, y agrega: «Y a ser cierta la desautorización, ¿cómo se explicaría que ella no fuera entonces notificada al gobierno del Perú, como debía serlo, para que tuviera valor diplomático, y que al contrario, se dejara a éste en la creencia de que el gobierno de Chile obraba en estos momentos con su seriedad acostumbrada y no hacía burla solapada de sus propios procedimientos?
Mas ni siquiera, en vista de esta actitud de Chile, amenguaron la constancia la energía del Perú para reclamar la reincorporación de nuestras provincias. Volvió el señor Ribeyro, Ministro del Perú en Santiago, a demandar bases de arreglo. Los de Chile presentaron un cuestionario, en que proponían la división del territorio en tres zonas, la del Norte que se anexaría al Perú, la del Sur a Chile, y la del Centro que sería materia de la votación plebiscitaria. Excluyó deliberadamente la cancillería de Santiago los dos puntos fundamentales sobre los que no han logrado jamás ponerse de acuerdo chilenos y peruanos: quién debe dirigir el plebiscito [29] y quiénes son los que en él tienen derecho de votar.
Mientras tanto, se paralizaron de nuevo las negociaciones. Cambios de gabinete en Chile y una transformación política en el Perú mantuvieron por algún tiempo el litigio en statu quo. El señor Lira y Ministro chileno en Lima, inició bruscamente sus conferencias, aún sin tener en cuenta el carácter provisional y transitorio de la Junta de Gobierno que por entonces regía los destinos de Perú. (1895).
Los tratados bolivianos
Capítulo importante de esta historia son los tratados bolivianos y la doble política seguida por Chile con la cancillería de La Paz. Siempre creyeron en Santiago que era más fácil atraer en sus redes a Bolivia que al Perú. Y para lograrlo, comenzaron los chilenos por desunirnos, por interponer entre uno y otro aliado un fermento de discordia. Cuando Bolivia solicitó, una vez rotos los ejércitos de la alianza, la estipulación de un pacto de tregua, como preparación de la paz definitiva, Chile se apresuró a aceptar la idea, pero haciendo hincapié, por fútiles motivos, en la necesidad de prescindir del Perú.
Se firmó, pues, un pacto de tregua entre Chile y Bolivia (1884), en que se consolidaba la posesión territorial del conquistador. Veinte años después (1904), la tregua se convirtió en paz definitiva. Chile había conseguido un [30] doble propósito: la Costa boliviana pasaba a convertirse en su propiedad legal, y entre el Perú y Bolivia había hecho surgir un motivo de hondo recelo de notoria desavenencia: la ambición de Tacna y Arica. Veamos cómo. Chile explotó con refinado maquiavelismo la natural aspiración boliviana de poseer una salida al mar. Pero en vez de devolverle la élite le había arrebatado, que era la única solución justa y natural, la empujó a que disputara al Perú lo que nos pertenecía de derecho. Mas en esta ocasión no se trataba de sugestiones deslizadas al oído, sino de un serio y protocolizado compromiso internacional. Para separar a sus víctimas, para oponer entre ellas una barrera de aspiraciones encontradas y de resentimientos y temores, Chile no vaciló en suscribir un tratado, que forma parte integrante del de paz, en virtud del cual «quedó obligado a emplear todo recurso legal, dentro del pacto de Ancón o por negociación directa, para adquirir el puerto y territorios de Tacna y Arica, con el propósito ineludible de entregarlos a Bolivia en la extensión que determina el pacto de transferencia».
Por supuesto, Chile, una vez conseguido lo que buscaba, no se preocupó de cumplir su compromiso: ni siquiera aprobó los pactos de transferencia. Discípulos y admiradores los chilenos de los políticos germanos, para quienes los tratados más solemnes no son sino «un pedazo de papel», los que suscribió Chile con Bolivia no fueron sino [31] un juguete para engañar a los incautos. Se cumplía, pues, lo que opinaba don Miguel Aldunate, Ministro de Relaciones Exteriores de Chile: «fue política popular en un país desde los comienzos de la guerra, y por lo tanto, política bulliciosa, diplomacia voces, la de inducir a Bolivia a romper la alianza con el Perú y a entenderse con nosotros».
No se hizo esperar mucho tiempo el desengaño de los bolivianos. Ellos habían cedido a Chile su vasto litoral, con una extensión de 158 mil kilómetros, con cuatro metros y siete caletas, con una población de 32.000 habitantes y una renta fiscal de ocho millones de pesos al año. Y cuando reclamaban que se diera cumplimiento a las indemnizaciones prometidas, apareció en toda su desnudez la cínica y desleal conducta vencedor. Jamás se han escuchado conceptos más crudos, más irreverentes, jamás se ha visto destilar un menosprecio tan hondo por los valores morales de la civilización y del derecho. El ministro de Chile en La Paz, don Abraham Konir, dejó en mantillas, por su impúdica arrogancia, a todos los políticos del imperialismo germánico. A las súplicas de Bolivia, responde: Chile no soltará una pulgada del litoral boliviano, porque «sus derechos sobre él nacen de la victoria, ley suprema de las naciones». «Que el litoral boliviano es rico y que vale muchos millones. Eso ya lo sabe Chile. Lo guarda porque vale, porque si nada valiera, no habría interés [32] en su conservación». (Nota ultimátum de don Abraham Konig a la cancillería de la Paz - 15 de agosto de 1900).
Este episodio de Konig es característico. Por su audacia, por su truculento cinismo, deja huella imborrable en la diplomacia de América. Ni antes ni después se había mostrado con tanto desenfreno la ferocidad atávica del hombre de presa, que escarba y hoza en las entrañas de la víctima sus colmillos y sus zarpas con voracidad terrible e inconsciente. ¿Pero no es, a todas luces, una psicología, una mentalidad prusianas las que revelan las frases del diplomático chileno?
La misión Lira
Hemos dicho que el ministro chileno en Lima reanudó bruscamente las negociaciones. Acababa de operarse un cambio político en el Perú, regía sus destinos un Consejo de Gobierno con carácter netamente transitorio, mientras se consultaba al pueblo sobre sus mandatarios definitivos, y el diplomático de Chile mostró decidido empeño por llegar a una solución. El rasgo característico de estas conferencias está en el desenfado con que el negociador chileno expuso sus pretensiones. Antes de comenzar todo arreglo, exigió que el Perú dijera si tenía con qué pagar los diez millones del rescate. Como el Mercader de Venecia, quería ver el dinero, quería saciarse con la contemplación [33] de las monedas. El señor Candamo, espíritu selecto, contestó que el Perú dispondría de lo necesario cuando llegara el caso de la indemnización. Pero el Sr. Lira no se conformó. En todas sus conferencias dominaba ese leit motiv, ingrato y odioso: exigía que se le mostraran los millones. El gobierno posterior, presidido por un repúblico de tanta entereza moral como Piérola, dio con la solución: propuso al Congreso el impuesto a la sal, que debía, producir un millón de soles al año, y con esa entrada levantar un empréstito por diez millones. Si la garantía no bastaba, se afectarían a su servicio los productos de la aduana del Callao. Y esto, sin perjuicio de que Chile retuviera los territorios hasta recibir el último céntimo.
¿Qué más podía exigírsenos? ¿No estaba el Perú dentro de su derecho, cuando el tratado de Ancón habla de términos y plazos para pagar el rescate? El diplomático chileno no entendió estas razones, y declaró que su gobierno no estimaba suficientes tales garantías.
Poco después el señor Riva Agüero (1896) hacía nuevas tentativas para inducir a Chile a que cumpliera el pacto de Ancón. Nada se avanzo, a pesar de la tenacidad de la cancillería peruana. Pero de pronto se ensombrece el horizonte internacional, el litigio de fronteras entre Chile y la Argentina adquiere proporciones alarmantes, gritos de guerra se dejan escuchar en Santiago y Buenos [34] Aires, los ejércitos se preparan a trasmontar los Andes, y en esos momentos de angustia, la cancillería chilena vuelve sus ojos al Perú.
El protocolo Billinghurst-Latorre
Fue a Santiago en calidad de nuestro Ministro Plenipotenciario ad hoc D. Guillermo Billinghurst, vicepresidente de la república, que, además de sus prendas de carácter, reunía la de ser persona grata a Chile por sus vinculaciones con los principales personajes de ese país.
Sería inútil extendernos en todos los incidentes de esa negociación. Baste decir que el señor Billinghurst logró en pocos días de la diplomacia chilena lo que en vano habíase intentado en mucho tiempo. Chile convino en ir al plebiscito y en someter a arbitraje los dos puntos fundamentales del litigio: quiénes tienen derecho a votar, y si el voto debe ser público o secreto. La presidencia del acto debería ejercerse por el representante de S. M. la Reina Regente de España, designada como árbitro. Las demás cláusulas del protocolo, aunque muy interesantes, no tienen la importancia que la anterior. Interpretábase el modo y el plazo de pagar los diez millones, si el plebiscito fuera favorable al Perú. Una junta, compuesta de un delegado de Chile, otro del Perú y un tercero del gobierno de España, que sería el dirimente de toda la controversia dirigiría las operaciones plebiscitarias. [35]
El Congreso del Perú aprobó el convenio. El Senado de Chile también le prestó su aprobación. La opinión pública chilena, alarmada por la amenaza de una guerra, hallábase en la más intensa expectación. En la Cámara de Diputados de Chile se prolongó el debate más de lo que desearía el gobierno. El Ministro del Interior, don Carlos Walker Martínez, en nerviosa y vibrante argumentación, instó a los diputados para que aprueben el protocolo y no vacila en calificar de traidores a la patria a los que voten por su rechazo.
De pronto, las circunstancias cambian, la atmósfera internacional se serena, el peligro de guerra con la Argentina se desvanece, los ejércitos enfundan sus cañones, y ya la situación y los compromisos se transforman. La honradez, la fe pública queda, extramuros. El protocolo se aplaza en la Cámara chilena, y a pesar de todas las instancias y sugestiones del Perú, esa pieza diplomática, considerada un día como la salvación de Chile, vuelve a ser, según la frase de Bethmann Hollweg y de sus aprovechados discípulos, un pedazo de papel.
Chile sin antifaz
¡Con cuánta razón calificó don Manuel Candamo de circunstancias transitorias las que habían obligado a Chile a firmar aquel protocolo! La frase produjo un gran revuelo en el mundo de los políticos. La solemnidad [36] del momento (la pronunció Candamo en su discurso de contestación, como Presidente del Congreso, al Mensaje del Ejecutivo), la importancia política del sujeto y la rectitud y prudencia de su espíritu, ponían en todo su relieve lo que ocultaban esas al parecer sencillas palabras. Porque hubo entonces algunos ingenuos que dieron en suponer una radical transformación en los hombres públicos de Chile, que al cabo, movidos por sabe Dios qué misteriosas influencias, habían encontrado su camino de Damasco. Pero la verdad fue la que descubrió certeramente el jefe del Partido Civil. Variaron las circunstancias, y Chile cambió de táctica. El protocolo quedó empolvándose en los archivos de la Cámara de Diputados, y a los requerimientos del Perú contestaba la diplomacia de Santiago con dilaciones, esperas y evasivas. Mas si era corta y perezosa para cumplir sus compromisos con el Perú, no lo fue tanto para acariciar y desenvolver una nueva fase en la evolución de este pleito. Aquí comienza la llamada política de chilenización de Tacna y Arica. Chile, que en cerca de veinte años no había intentado captarse el cariño y la benevolencia de sus pobladores, adopta de súbito una violenta actitud. Violando sus propias leyes, que facultan y garantizan la libertad de enseñanza, decretó el cierre de las escuelas peruanas. Los niños tacneños estaban condenados a sufrir el más vil ultraje que puede inferirse ala conciencia de un hombre: [37] la falsificación de su propia historia, la deformación del carácter nacional. Chile pretendió desarraigar del alma de la juventud tacneña el sentimiento peruano, y para ello apeló a esa violencia inaudita, dictatorial, que envuelve un atropello a su legislación escolar y un verdadero régimen de excepción dentro de las leyes de ese país. Decretó después que la Corte de Apelaciones de Iquique y la guarnición militar se trasladaran a Tacna. «Impidió que los peruanos, en la celebración de sus fiestas, enarbolasen su bandera. Expulsó a los trabajadores de la playa, y los sustituyó con peones chilenos. Fundó un periódico para denigrar al Perú y convertirlo en vocero de la propaganda de chilenización. Más tarde desterró a los curas y cerró las iglesias. Era todo un plan frío, implacable, de persecución sistemática.
El Perú envió un plenipotenciario, don Cesáreo Chacaltana, para intentar un último esfuerzo. O se resolvía Chile a aprobar el protocolo que iba a poner término a la querella, o se le obligaba a arrojar la máscara encubridora de tanta falacia y deslealtad. El señor Chacaltana consiguió al fin lo que se propuso. La Cámara de Diputados chilena revisó el protocolo Billinghurst-Latorre. (14 de enero de 1901). Los curiales quisieron buscar una fórmula capciosa. La Cámara no lo aprobó ni lo desaprobó. Lo devolvió al Ejecutivo, para que iniciara nuevas negociaciones directas con el Perú, [38] fundándose en que no podía aceptarse el sometimiento a arbitraje de los dos puntos contemplados en el protocolo. Pero a través del embeleco que cubría esa fórmula, el Perú comprendió que todo esto significaba una nueva y tenaz burla de su derecho y la confesión paladina del terror que inspira a Chile la saludable intromisión de un poder extraño e imparcial, que frente al desborde de sus ambiciones, haga resonar la austera voz de la justicia.
Al dar ese paso, Chile comprendió que arrojaba a la faz de América la careta con que había encubierto sus propósitos. Chile no quería cumplir el tratado de Ancón. Cuando se le instaba con vehemencia, respondía con subterfugios y aplazamientos. Y cuando se le ofrecía la solución decorosa de un arbitraje, la rechazaba con desdén. Tuvo entonces en sus manos la clave del conflicto. Con muy poco esfuerzo de su parte pudo convertir al Perú en amigo generoso que hubiera olvidado los brutales excesos de la conquista. La devolución de Tacna y Arica, el júbilo de reincorporar a nuestra patria a esos hermanos depurados por el sacrificio, nos habría indemnizado de todas las pasadas torturas y desabrimientos. No lo entendió así Chile. Después de la tierra sangrienta quiso otra guerra no menos cruel y despiadada que la anterior. Es la persecución de las conciencias, es la garra que se hunde en el corazón del niño, en la fe del creyente, en el alma del pueblo, para extirpar [39] los últimos restos de la devoción de una raza a cuanto constituye su historia, su porvenir y sus creencias.
El primer rompimiento
Hemos hablado de la gestión del Sr. Chacaltana, que puso término a esta primera parte de nuestras relaciones con Chile. El distinguido hombre público dirigió a la Cancillería de Santiago una memorable nota de protesta contra las medidas puestas en práctica por aquel gobierno para desarraigar en esos territorios el sentimiento peruano.
Este incidente diplomático señala uno de los puntos más culminantes de la controversia. Por un lado, la firme e inquebrantable resolución del Perú, de no ceder una línea en la defensa de sus derechos; por otro, las argucias y sofismas de quienes, todo lo fían al veredicto de la fuerza. Después de la imposición descarada y del atropello brutal, vienen las sutiles alegaciones de un casuismo que se complace en hallarse en pugna con la sinceridad y la franqueza. La diplomacia chilena parece acordarse de ese apotegma de Federico II al ocupar con sus graneros la Silesia: «Comienzo por apoderarme de lo que deseo; después siempre encontraré algún pedante para demostrar que he procedido en uso de un legítimo derecho».
El Sr. Chacaltana mantuvo con gran abundancia de razones la causa del Perú. Expuso con moderación los agravios recibidos, y [40] reclamó con dignidad la única fórmula que podía satisfacernos.
Y vale la pena citar algunos textos de ese notabilísimo documento, para que quede perfectamente establecido ante la opinión universal, que es la que ha de juzgar en definitiva este pleito, que la tesis que hoy sostiene el Perú fue mantenida desde entonces y notificada oficialmente a Chile por el órgano más autorizado de su diplomacia. En efecto, rememoraba el Sr. Chacaltana todas las tentativas infructuosas hechas por el Perú para el arreglo definitivo de este problema: hacía hincapié en la negativa del Perú para prorrogar la ocupación chilena de esas provincias propuesta en Santiago por el ministro Sr. Sánchez Fontecilla, lo que demostraba el convencimiento que Chile tenía de que para legitimar su posesión le era indispensable el consentimiento del Perú y añadía estas palabras: «Es deber del Perú hacer constar que Chile ocupa indebidamente los territorios mencionados, desde el 28 de marzo de 1894». (Nota de 19-1-901).
Y para afirmar aun más la posición clara y definida del Perú frente a las extorsiones y manejos de Chile, que harían del plebiscito, a no modificarse esa situación de ilegalidad y de violencia, una farsa consumada en provecho de ese país, formulaba estas importantes declaraciones, que son las mismas que ha sostenido siempre nuestra cancillería: «Mi gobierno ha estado y está dispuesto a concurrir a la celebración del [41] plebiscito, siempre que se efectúe en breve término con arreglo al tratado de paz, dentro de una situación legal, y con garantías eficaces en favor de la libre acción de los votantes. Pero está decidido, como lo estaría en cualquier otro, a no aceptar ni autorizar un plebiscito infractorio de dicho pacto, en condiciones no convenidas por ambas partes, sino impuestas por una de ellas, y realizado al abrigo de un orden de cosas estatuido con el empleo de la ilegalidad... Para que el plebiscito satisfaga las exigencias de justicia y las del pacto de donde se deriva, es indispensable, por lo tanto, retrotraer las cosas, en cuanto sea posible, al estado en que se hallaban en 1894; es preciso con este objeto, DEROGAR PRINCIPALMENTE LAS MEDIDAS PUNTUALIZADAS en mi nota de 14 de noviembre, a fin de restablecer la legalidad de aquella época... Cualquiera que sea en lo sucesivo el procedimiento del gobierno de Chile, con respecto a la cláusula tercera de dicho tratado, el Perú no está dispuesto a ir al plebiscito, en condiciones que impliquen la infracción del mismo». (Nota del señor Chacaltana al señor Bello Codecido - 19-I-901).
Como se ve, el criterio del Perú no ha variado un ápice desde esa época. La guerra mundial y el triunfo de las reivindicaciones del derecho han venido a ratificarlo en su primitiva posición. Nuestra tesis se resume en esta fórmula: [42]
1º. Chile ha perdido todo título, legal para seguir ocupando esas provincias desde que expiró el plazo del tratado de Ancón, y con pretextos dilatorios se ha negado a darle horrado cumplimiento.
2º. El Perú rechaza, por deber y por decoro, ir a un plebiscito de farsa y componenda, cuando Chile ha modificado, por la fuerza, las condiciones del problema, y cuando su gobierno no quiere admitirla intervención arbitral y propuesta por nosotros.
Han pasado dieciocho años; Chile ha exacerbado, centuplicándolas, las resistencias contra una solución justiciera, y el Perú, fuerte en su derecho, repite hoy las mismas palabras, que entonces le dictó la conciencia de su propia justicia a su representante en Santiago.
Como consecuencia de esta nota diplomática, en que se afirmaba el irreductible derecho del Perú, nuestra cancillería rompió sus relaciones con la de Chile y pasó una circular firmada por don Felipe de Osma, a los gobiernos extranjeros, relatándoles las incidencias de esa conturbada negociación.
Un compás de espera y una voz de ultratumba
De aquella fecha a la de 1905, en que se reanudaron las relaciones diplomáticas entre el Perú y Chile, habían ocurrido muchas cosas. En 1902 se reunió en Méjico la segunda [43] Conferencia Panamericana, en que Chile se colocó a la cabeza de los disidentes del arbitraje obligatorio, e hizo frustrar con su activa campaña un propósito de alta justicia internacional(3). En el propio año de 1902 se suscribieron los pactos de mayo entre Chile y la Argentina, en que ésta adquirió el compromiso de no inmiscuirse en los asuntos del Pacífico(4). En 1904 firmó Chile el anhelado pacto de paz con Bolivia, que legitimaba ad perpetuam la posesión chilena en el litoral de Antofagasta. Por dondequiera que tendía la vista, Chile no percibía obstáculos ni resistencias. Los Estados Unidos se hallaban demasiado lejos, y la doctrina de Wonroe no era aún suficientemente elástica para adaptarla [44] a una controversia netamente sudamericana. El Brasil y la Argentina -esta última a pesar de las terminantes declaraciones del general Roca- parecían desinteresarse de este lado del Pacífico. Colombia y el Ecuador, que sostenían con el Perú un porfiado litigio de fronteras, fueron uncidos a la política chilena. Aunque nos era perjudicial, teníamos que considerar este hecho con cierta plácida serenidad, por ser un fenómeno natural y humano. Chile explotaba en su provecho las malquerencias de dos naciones limítrofes, que sin ser enemigas ni siquiera rivales, alegaban títulos diversos a una misma y hasta porción de territorio de Ecuador y Colombia, [45] acariciados y festejados por Chile que tenía interés en concitarlos en nuestro daño, fueron incorporados sin mucho esfuerzo a su esfera de influencia. Era lastimoso contemplar el consorcio de un país de presa con dos pueblos de abolengo romántico e idealista, unidos al Perú por vínculos tan nobles como la tradición histórica y el común esfuerzo por la independencia, y momentáneamente apartados por querellas de vecindad. He allí el secreto de esas adhesiones y simpatías de que se jacta Chile, que desaparecerán o se amenguarán cuando se realice lo que siempre ha perseguido con tanto empeño la diplomacia peruana: que el arbitraje de un poder imparcial pronuncie su fallo en aquellos litigios. [46]
Esta declaración no es vana ni artificiosa, ya que está acreditada por los hechos. Todas sus cuestiones de fronteras las ha arreglado el Perú, o directamente, como con el Brasil, o por medio del arbitraje, como en el caso de Bolivia. Y la que aún no se ha terminado, como la del Ecuador, todos sabemos que estuvo a punto de concluir con el fallo arbitral del Rey de España, a cuya alta sanción se llevó aquel pleito, fallo que si no llegó a expedirse, no fue -bien lo saben los ecuatorianos- por culpa del Perú. [47]
A conversar de nuevo
En 1901 sobrevino en el Perú la renovación constitucional del gobierno. Había asumido el mando un joven estadista, don José Pardo y Barreda, que llamó como sus colaboradores a un núcleo de hombres nuevos de brillantes aptitudes: Leguía, Prado, Balta, Muñiz... En su programa de gobierno habla había inscrito el arreglo de nuestras cuestiones exteriores. Imperaba en el país una general aspiración para [48] remover los obstáculos de orden internacional que detenían nuestro progreso interior. Deseábase por todos poner término decoroso a una situación de interinidad, que prolongaba más de lo necesario uno a modo de paréntesis en nuestra vida de relación. Porque Chile, a la sombra de la ruptura diplomática con el Perú, y sin que nadie le fuera a la mano, en sus proyectos, seguía desenvolviendo una política de atropellos y coacciones contra todo elemento peruano en Tacna y Arica. Había que aprovechar la oportunidad para reanudar las conversaciones e impedir, siquiera [49] con la protesta escrita, la consumación de nuevos atentados. Don Javier Prado, Ministro de Relaciones Exteriores del Perú, a quien animaba una patriótica y férvida esperanza de arribar a una solución decorosa para ambos países, supo encontrar con habilidad la fórmula de arreglo, y simultáneamente se acreditaron legaciones en Lima y en Santiago. Esto envolvía el propósito de poner a prueba la sinceridad de Chile, que se ufanaba de haber terminado en paz sus litigios con Bolivia y la Argentina, y declaraba estar animado de las mejores intenciones respecto del Perú.
No cabe negar que, en la forma, se suavizaron las asperezas, porque en los planes de Chile había llegado la hora de poner sordina a la belicosa acometividad de otro tiempo, aunque sólo fuera en las apariencias. Don Manuel Álvarez Calderón fue el encargado de nuestros intereses en Chile, y si no logró un triunfo en cuanto a lo fundamental del litigio, porque no estaba en su mano ni en la de nadie el conseguirlo, obtuvo que el gobierno de Santiago modificase ciertas medidas temerarias e injustas, que ofendían, tanto o más que los principios de justicia, el amor propio nacional. Merced a las prudentes gestiones de nuestra legación, Chile revalidó el exequátur del cónsul, en Iquique, suspendió su plan de fortificar Arica y pareció echar en olvido aquella insolente burlón del tratado de Ancón, con que se [50] nos amenazo más de una vez, y que consistía en convocar a elecciones en Arica y Tacna para el congreso de Chile. Estas y otras medidas sufrieron algunas intermitencias; pero en el fondo se percibía claramente la intención de los chilenos de no dejarse convencer por nuestros argumentos y de transigir en todo, menos en lo que ellos reputaban esencial para llevar adelante sus ambiciosas miras en Tacna y Arica.
Así con estas intercadencias en el ánimo de Chile, transcurrieron pocos años. Al señor Álvarez Calderón sucedió, como Ministro del Perú en Santiago, un dignísimo magistrado de la Corte Suprema de justicia, don Guillermo A. Seoane, a quien el Ministro de
Relaciones Exteriores de Chile Sr. Pugna Borne presentó unas bases de arreglo (1908) cuya síntesis es la siguiente:
1º. Convenio de franquicias comerciales entre uno y otro país; 2º., fomento de la marina; 3º., proyecto de un ferrocarril de Santiago a Lima; 4º., convenio sobre plebiscito, acordando a Chile el derecho de presidirlo con inclusión del voto de los extranjeros; 5º, aumento de la indemnización al país que no obtuviera la mayoría de sufragios. Tales proyectos formaban, según el Sr. Puga, Borne, un todo único e indivisible. El Perú no prestó su aquiescencia a esta propuesta. [51]
Las dos políticas
Nótase aquí el diverso concepto de las dos cancillerías. En Chile imperaba el criterio germano de la Real Politik, el criterio positivo de anteponer el interés a las satisfacciones del espíritu; en Chile se creía que el Perú iba a entusiasmarse y a rendirse de hinojos con la risueña perspectiva de los proyectos económicos, de la unión comercial ferroviaria y sobre todo, con la cuantiosa indemnización que, como señuelo, se nos brindaba. En el Perú no se entendía así este problema. Lo esencial para nosotros era obtener en buena lid la reincorporación de las provincias anexadas a Chile por el duro imperio de la conquista. Una aspiración sentimental era el motor más enérgico de nuestra existencia colectividad. Ponernos en camino de ir de buena fe y honradamente al plebiscito: he allí nuestra única aspiración. Todo lo demás -vinculaciones económicas, utilidades financieras-, vendría por añadidura, o no vendría. Eso era lo de menos. El problema no radicaba allí, sino en el grado de sinceridad con que por una y otra parte se le contemplaba. Los chilenos querían dar por descontado el éxito en su favor, y ansiaban sólo cubrir las apariencias. Los peruanos propugnaban condiciones de igualdad para arribar a una solución [52] jurídica y estable. Y no deseábamos tampoco imponer a todo trance un criterio cerrado y exclusivo. Si surgía alguna discrepancia estábamos listos a entregarla a la decisión arbitral. ¿Qué más puede exigirse en materia de sinceridad? Pero a lo que no podíamos sin desdoro, era a refrendar con nuestra abdicación el dominio chileno en esos territorios, que son y han sido siempre nuestros, ya que así lo quiere y exige la voluntad soberana de los que allí nacieron.
La política de Chile respecto del Perú fue antes y después de esas propuestas, una política antiliberal, antijurídica, asentada únicamente en la fuerza, con sus procedimientos de violencia, con su criterio, hoy anacrónico, de que el gobierno, por cuanto dispone del poder material, lo puede hacer todo, inclusive coartar y constreñir la libre voluntad de los ciudadanos, Chile da la razón a ciertos publicistas que niegan a los sudamericanos verdadera aptitud para la democracia. Dice Ross: «Imaginarse encontrar un buen gobierno, un gobierno popular en la América tropical, es como ir a coger uvas de un espino o higos de un cardo». Chile se jacta de no pertenecer al tipo tropical de las naciones y reclama para sí la tradición de los gobiernos respetables; pero con su actitud de violencia, frente a la voluntad claramente manifestada de tacneños y ariqueños, está corroborando el juicio [53] desdeñoso y agresivo del publicista norteamericano.
No en balde ni fuera de propósito viene esta pequeña digresión, porque las propuestas de Chile hechas por el Sr. Puga Borne al agente diplomático peruano y el espíritu que las informaba equivalían, libres de todo eufemismo, a este razonamiento: Seamos prácticos. El Perú debe resignarse a su condición de vencido. Chile tiene en su poder los territorios, que ocupa militarmente desde la tierra, y no está dispuesto a devolverlos. Pero Chile no es el país implacable y cruel que todos pintan. Ha llegado la hora de mostrarse generoso y deferente, y hoy ofrece al Perú, a cambio de un abandono de sus esperanzas, compensaciones de carácter económico, ventajas comerciales, ferrocarriles y hasta un puñado de monedas, si es preciso. No sería el único caso en la historia de la inmolación de los ideales de un pueblo en aras de la necesidad y de la bien entendida conveniencia. El Perú, si es razonable, si mira de frente el porvenir, podrá encontrar en Chile un amigo y un colaborador que le limpie de obstáculos las vías de su progreso.
Nosotros -hay que confesarlo, aunque sea con rubor- no entendemos ese lenguaje. Somos unos rezagados en el camino de la vida. Soñadores impenitentes, hemos preferido la anulación de nuestro interés antes de consentir el menor sacrificio de nuestro ideal.
El Sr. Puga Borne -le hacemos la justicia de [54] reconocerle sinceridad en sus propósitos- quería de buena fe provocar un advenimiento entre el Perú y Chile. Sólo que equivocó el camino, desconoció la idiosincrasia peruana, e ignoró, como muchas gentes en su país, que el corazón de los pueblos, igual que el de los hombres, «tiene sus razones que la razón no comprende».
La propuesta fue rechazada, porque Chile quería significar que el plebiscito era una mera consagración de su ocupación militar, y que el pueblo llamado a los comicios no iba sino a refrendar por fórmula lo que ya se había convenido tácitamente al suscribir el pacto de Ancón. Y esto era una superchería que el Perú no podía aceptar. Tan insostenible tesis fue impugnada con serenidad y brillantez por el Sr. Seoane, quien afirmó la verdadera doctrina sobre los plebiscitos y se negó a aceptar ninguna solución que pudiera equivaler a la merma de nuestros derechos.
Mientras se mantenían estas discusiones, Chile seguía imperturbable el plan que se había trazado. La persecución de los peruanos no se aminoraba ni detenía. Después de las escuelas y los periódicos, le tocó su turno a la Iglesia. Los curas de Tacna cautiva dependían del obispado peruano de Arequipa. Los registros parroquiales, la predicación, los bautizos y matrimonios, la cura de almas, estaban en poder de sacerdotes sobre quienes no tenía influencia la voluntad dominadora de Chile. En el plan de [55] absorción y de conquista entraba, como capítulo importante, el desalojar a los curas peruanos de esos territorios. Primero se ensayaron los sutiles recursos de captación, se apeló después a los procedimientos de la diplomacia, se negoció con la Santa Sede, se intentó un cambio en la jurisdicción eclesiástica de aquellos curatos. Y como Chile no consiguiera de pronto lo que le sugería con tanta prisa su ambición, echó mano de los recursos de la fuerza. Los templos quedaron cerrados, el culto suprimido, y los párrocos violentamente expulsados del territorio en que se asentaba su jurisdicción. Y a la vez que Chile apelaba a estos actos que herían en lo más vivo los sentimientos religiosos del pueblo, seguía proclamado que estaba dispuesto a negociar las bases del plebiscito ¿Podía el Perú dar crédito a las palabras, cuando tan elocuentemente nos hablaban los hechos?
El incidente de la Corona
Chile no quería darse por vencido en esta campaña de adormecer al Perú con frases halagadoras, a la vez que mantenía con toda firmeza su plan de conquista y anexión. Un sonado incidente descorrió el velo y orientó el problema internacional hacia otros rumbos.
El 29 de agosto de 1908 era reconocido oficialmente el nuevo Ministro de Chile en el Perú don José Miguel Echenique. El discurso [56] de recepción, por lo almibarado y untuoso, rompía el molde en que, por lo común, se vacían esos documentos protocolarios. El diplomático chileno dijo al Presidente del Perú que era mensajero «de una cordialidad sin nubes, ni recelos y sin reticencias». Poco después ofrecía, a nombre de su gobierno, una corona en homenaje a nuestros combatientes de la guerra del Pacífico, cuyos restos se habían sepultado en un grandioso monumento erigido en la capital del Perú. El Gobierno se limitó a agradecer el obsequio, sin rechazarlo expresamente, aunque cuidando de no señalar fecha para la entrega. Insistió el Ministro chileno en que se le diera oportunidad de realizar su propósito. Pero la cancillería de Lima -que ya había cambiado de dirección por haber sobrevenido en esos días la renovación constitucional del gobierno -manifestó que, a su juicio, no había llegado el momento de proceder a esa ceremonia. El Sr. Echenique pide explicaciones; el Sr. Porras, displicente, se apresura a darlas, y en una nota interesante hace resaltar la inverosímil contradicción entre ese acto de acatamiento a las víctimas de la tierra y la situación desesperada y humillante de los peruanos de Tacna, perseguidos, violentados y acosados por las autoridades chilenas. La única prueba de amistad que podía aceptar el Perú, era el cumplimiento estricto de lo pactado, pero en condiciones de igualdad. Y a la eterna cantilena de que no son imputables [57] a Chile las causas que han retardado la celebración del plebiscito contestó, el Sr. Porras «que ha de parecer extraño que sea el Perú el causante voluntario de que poblaciones peruanas permanezcan indefinidamente bajo el dominio de Chile» (22-I-1909).
El homenaje quedó frustrado; el Perú no quiso prestarse a aceptar la cruel ironía de un obsequio que no tenía avalorado por la sinceridad. La actitud del gobierno se impuso al respeto de la opinión por su incontrastable firmeza. Y si alguna duda pudo abrigarse respecto de su oportunidad, los sucesos posteriores lo han justificado plenamente. Nosotros opinamos hoy, como hace diez años. La misma pluma que estampa estos renglones comentaba así en El Diario el incidente de la corona: «El Sr. Porras se ha encargado de exhibir en plena desnudez esa contradicción monstruosa las almibaradas de un convencionalismo imprudente, y los actos, cada vez más enérgicos y persuasivos, de las autoridades chilenas... La nota de nuestra cancillería tiene la contundencia y rigidez de la verdad, que no admite duplicidades ni contradicciones. Es de una fuerza lógica insuperable, porque a las falacias y a las promesas verbalistas de Chile, opone la recia contextura de los hechos, de la acción, solapada unas veces, ostensible otras, que viene a desmoronar el fingido alcázar de la confraternidad chilena». [58]
La última ruptura
Fácil es suponer que esta atmósfera, envenenada por mutuos desvíos y recriminaciones, no era la más a propósito para seguir negociando. Las negociaciones de cancillería terminaron virtualmente en 1908, cuando el Sr. Seoane rechazó e impugnó las propuestas chilenas y sus peregrinas teorías sobre la función plebiscitaria. Lo que sobrevino después no merece tomarse en cuenta, porque no son sino tentativas oficiosas y frustradas, no para resolver, sino para soslayar el problema(5).
Como consecuencia de este estado de relaciones, Chile aumentó sus medidas de hostilidad contra los peruanos. Con fútiles pretextos se los expulsaba de sus hogares, se les negaba trabajo en oficinas y talleres, se les hacía imposible su permanencia en una tierra inhospitalaria y hostil. Aquí está en cierne la gran persecución de 1918 y 19, sólo comparable a la de los cristianos [59] en América, que Chile había de emprender más tarde, y a la que estamos asistiendo, ¡oh vergüenza! en los mismos momentos en que las naciones próceres del orbe formulan el nuevo decálogo de la humanidad.
Esta saña de que se hizo víctima a nuestros compatriotas culminó con la expulsión de los sacerdotes peruanos y el cierre de las iglesias en Tacna y Arica, de que se ha hablado más arriba. Nunca como entonces pudieron aplicarse a Chile estas palabras de Maura, que parecen dictadas por la contemplación de tanta injusticia. Habla el gran orador de las luchas de raza, y dice «que la dueña del Poder Público persigue a la vencida desde la cuna, se instala en la escuela del párvulo y aplica el indiscreto oído a la cerrada puerta del templo para espiar hasta la plegaria». Esta es, ni más ni menos, la conducta de Chile con nosotros, pueblo de su misma raza, de su misma lengua, de su misma religión. ¿Qué hacíamos para merecer esos ultrajes? Negarnos a suscribir nuestro vilipendio, no abandonar cruelmente a nuestros hermanos que reclamaban por su reincorporación al Perú. Chile, en su despecho, nos creaba dificultades por todas partes. Azuzaba las discordias que por cuestión de límites, manteníamos con el Ecuador, Colombia y Bolivia; les facilitaba armas y recursos; los alentaba para oponerse a las pacíficas soluciones del arbitraje, sembraba la alarma y la zozobra en todo el continente... Desenmascarado por la publicación de sus documentos [60] secretos, en que se ponía al descubierto su política de un crudo maquiavelismo que pone espanto, no era posible ni decoroso mantener relaciones con un país que, no contento con usurpar nuestro patrimonio, buscaba cómplices que le ayudaran en su obra. El Perú rompió nuevamente sus relaciones diplomáticas con Chile y no ha vuelto a reanudarlas(6).
Ante la gran conflagración (1914-1918)
...Y henos aquí ante la más espantosa tragedia que vieron los siglos. Todo inducía al Perú a colocarse al lado de los países de la Entente. Las simpatías del pueblo y de las clases dirigentes rompieron la reserva protocolaria, impuesta por altísimos deberes a la discreción de los gobiernos, y desde el principio de la guerra los órganos conscientes de la opinión no escatimaron su apoyo a los aliados. Más cuando los Estados Unidos abandonaron su neutralidad de más de dos años y abrazaron resueltamente la causa del liberalismo y de la democracia, el Parlamento del Perú, en declaración solemne, [61] proclamó su estrecha solidaridad con los principios sustentados por el Presidente Wilson. Poco después el gobierno rompía sus relaciones diplomáticas con el Imperio Alemán y ratificaba sus compromisos de adhesión a la causa patrocinada por el gran estadista americano. Y nadie tenía por qué extrañar esta actitud del Perú. La índole de sus tradiciones y el sello de su cultura le llegaban a sumarse a la política de Francia, de Inglaterra, de Italia, de los Estados Unidos. Una similitud en los hechos recientes de su historia le obligaba a mirar con la más intensa y calurosa simpatía la suerte de Alsacia y Lorena, sojuzgadas y sometidas por el imperialismo germano. En cambio, Chile, que se ha jactado de ser la Prusia de Sud América, que ha cantado endechas al triunfo de la fuerza, que ha vestido a sus soldados con uniformes alemanes, que ha llamado como instructores de su ejército a jefes y oficiales escogidos entre la cohorte del Káiser, que ha paseado sus milicias entonando, en plena guerra, el Deutschland über alles, no podía dejar de ser una nación eminentemente germánica.
Por eso la victoria de los aliados enloqueció y sacó de quicio a los chilenos. El Káiser y sus satélites no eran invencibles. Ese imperialismo, en que se habían basado sus conquistas territoriales, se hundía estrepitosamente. Iban a naufragar para siempre esos principios monstruosos, preconizados por Konig, de que la fuerza es la ley suprema de [62] las naciones, de que la victoria es el único derecho de los pueblos. Sobre todo, erigíase en el mundo un poder moral superior a todas las coacciones y a todos los artificios de un instable equilibrio de intereses. Y esa fuerza moral estaba representada por un gran pueblo, de más de cien millones de almas, el más rico, el más poderoso y el más idealista y justo de los pueblos, y por el que siempre ha sentido Chile una repulsión secreta e invencible por Estados Unidos. En su despecho de ver derrumbados sus sueños imperialistas, Chile se lanzó desenfrenado a los más bárbaros proyectos. Entonces concibe y ejecuta un plan siniestro y exterminador. Quiere arrasar del territorio chileno a todo lo que le recuerde el sacrificio de sus víctimas. E instaura una persecución sistemática contra los peruanos y sus familias. Primero expulsa manu militari al Cónsul del Perú en Iquique, a quien las turbas alcoholizadas llevan casi en vilo a la cubierta de un barco. Para soliviantar el espíritu belicoso de las masas, fórjanse leyendas y embustes de asesinatos y atropellos cometidos en Lima contra los cónsules chilenos, que ellos mismos, al llegar sanos y salvos a su tierra, se encargan de desmentir piadosamente. La obra está consumada. Una liga patriótica se instala en Iquique, y convertida en una especie de comité de Salud Pública, decreta la expulsión, el allanamiento y el ultraje de todos los peruanos. Más de veinte mil compatriotas residentes en Valparaíso, Antofagasta, [63] Iquique, Tacna y Arica, sufren los rigores de esa bárbara proscripción decretada en masa y sin que se exceptúe de su furor ni a los ancianos, desvalidos, ni a las criaturas de pecho, ni a las mujeres encintas. El saqueo y el incendio, la flagelación y el atropello, constituyen el espectáculo diario de que son víctimas los peruanos. Modestos comerciantes han visto desbaratarse en un día la obra acumulada en largos años de ahorro y de trabajo. Un niño de diez años que presenció la irrupción de su hogar, enloqueció de terror y llegó al Callao con todos los estigmas de su terrible mal. El éxodo de esos desgraciados continúa todavía, porque hasta ahora no se sacia la crueldad de sus perseguidores. Todo esto se ha consumado, no en las selvas de África, sino en un país culto de América, en pleno siglo XX, cuando aparecían triunfantes en los campos de batalla las doctrinas humanitarias del presidente Wilson. Al comentar estos horrores, habría que repetir las del insigne biógrafo del infortunado príncipe de Viana, cuando dice que «no pudiendo contenerse en la indiferencia histórica, la pluma se baña en lágrimas y el estilo se tiñe con los colores que le prestan la indignación y el dolor».
El ministro norteamericano en Lima Sr. MacMillin, dentro de la reserva de su carácter diplomático, declaró en una encuesta solicitada por «El Comercio», lo siguiente: «Cualquier Gobierno, de cualquier parte del mundo, que intente imponer sobre sus [64] vecinos la justicia y perpetuar sobre ellos los atropellos cometidos, experimentará inmensas dificultades para llevar a cabo su programa, según lo expuesto por el Presidente Wilson». La alusión era clara, y bien la entendieron en Chile. El señor Walker Martínez, paladín esforzado del nacionalismo más intransigente, trató de rebatir estas doctrinas, y más de una vez ha censurado a los peruanos porque contribuimos, según él, con nuestra propaganda en favor de la intervención de los Estados Unidos, a instaurar en Sud-América un poder extraño que limita nuestra soberanía de nación independiente. Sí; el ideal para los chilenos sería que desapareciera, del continente ese centinela avanzado de la justicia, que si bien suele aparentar en ocasiones, no ver ni oír lo que pasa en estas tierras, tiene ojos de lince y oídos muy aguzados, y sabe quién es el perseguidor y quién la víctima. Y como tenemos la conciencia tranquila, la aspiración peruana se reduce a esto: que un poder imparcial y respetable, árbitro supremo entre las diferencias que nos dividen, llame a sus estrados al Perú y a Chile y pronuncie el juzgamiento del reo.
¿Qué alegan los chilenos para explicar estos atentados, esta proscripción del elemento peruano? Como siempre, engaños y falsificación de los hechos. Dicen que la del salitre los ha obligado a suspender los trabajos, y que en la misma extremidad se hallan muchos obreros chilenos y bolivianos. Alegación [65] falsa, porque sólo a los peruanos se los ha perseguido y acosado, y porque en Santiago y en Valparaíso, en Tacna, en Arica y en Tarata no hay salitreras, y a todos estos lugares ha alcanzado la furia de los perseguidores. Respetables familias extranjeras han sido víctimas, de la coacción de los chilenos, que han ido hasta obligarlas a despedir a sus criados y servidores, sólo por el delito de ser peruanos.
¿Qué persigue Chile con estos inauditos atropellos? ¿Cómo puede conciliar sus declaraciones oficiales, de que está listo a cumplir el pacto de Ancón y ajustar con el Perú las bases del plebiscito, si comienza por expulsar en masa a la población peruana que a tomar parte en los comicios? ¿O cree que los nacidos en Tacna y Arica, los señores del territorio disputado, no tienen derecho de sufragio, y sí lo tienen las masas allegadizas con que los quiere suplantar?
Para honra de la misma nación chilena, no han dejado de sentirse voces, aunque aisladas, que envuelven cierta condenación del atropello. Un diputado obrero, el Vicepresidente de la Cámara, Don Pedro Nolasco Cárdenas, pronunció unas cuantas palabras que produjeron la más espantosa protesta. Un profesor de la Escuela Militar se atrevió a decir, ante sus asombrados alumnos, que Tacna y Arica deberían volver a sus legítimos dueños. Un periódico socialista de Iquique ha tronado contra la rapacidad y el orgullo de la oligarquía chilena. La misma [66] juventud universitaria de Santiago habló en un documento, de la necesidad de resolver en justicia y equidad el problema de Tacna y Arica, frases de velada intención que sublevaron a los periódicos chauvinistas y que merecieron una protesta del Ministro de Chille en el Brasil, señor Irarrázabal. ¿Esto qué quiere decir? Que el espíritu de justicia, congénito en los hombres, se rebela contra la opresión brutal y artificiosa y pugna por filtrarse hasta entre las mallas de un patriotismo puntilloso, estrecho y acerado, como el chileno. Verdad que estos ejemplos no tendrán muchos imitadores, pero bastan para apreciarlos como un síntoma de la falsa posición de Chile en este proceso, que ha de resolverse, quiéranlo o no sus dirigentes, en armonía con los dictados de la justicia.
Las manifestaciones tumultuosas en Chile produjeron como reacción inevitable en el sentimiento peruano, actos de protesta contra algunos consulados chilenos. Pero jamás se dio el caso de atropellos, vejámenes ni ofensas contra las personas, e intereses de nuestros vecinos. Y esto se han apresurado a declararlo los mismos funcionarios, una vez de regreso a su patria. El Perú retiró sus cónsules de una tierra donde no había garantías para sus ciudadanos. Chile, acomodándose a las circunstancias, hizo lo propio. Y cuando mayor era ansiedad que producía en el mundo la inminencia de una catástrofe, hizo escuchar su autorizada voz el Presidente de los Estados Unidos. El [67] gran estadista, que ha levantado en su corazón un altar para el culto de la justicia, no podía permanecer indiferente a estos conflictos, y en un despecho telegráfico dirigido a los supremos mandatarios del Perú y Chile, los insta a resolver en paz el litigio y ofrece para lograrlo su mediación aislada o conjunta con la de otros gobiernos americanos.
El Perú recibió el mensaje de Washington como una muestra de solidaridad e interés continental. Chile lo acogió con reservas, aunque demostrando acatamiento a las de Wilson. Pero en el tono de sus periódicos y en las declaraciones de sus hombres más conspicuos se percibía el disgusto y embarazo que les producía la intervención del gran Presidente en el pleito con el Perú. Recelan, y no sin razón, los chilenos, que este paso preliminar sea el anuncio de una modificación total en los términos del problema, que por su trascendencia histórica, interesa a la humanidad, y muy en especial a este continente, que se resuelva, no por arbitrio de la fuerza, sino por imposición del derecho.
Conclusiones
Hemos terminado la narración de los sucesos que nos prometimos historiar por modo breve y sucinto. De sus páginas se desprenden estas conclusiones, que entregamos al juicio sereno de los hombres que nos lean: [68]
1ª.- El origen de la guerra entre el Perú y Chile fue la ambición y la codicia de este último país para apoderarse de los territorios de Tarapacá, Tacna y Arica, que hasta hoy retiene.
2ª.- El pacto de paz que se nos impuso, con la consagración de la conquista, ha caducado, porque Chile se ha resistido por largos años a darle cumplimiento.
3ª.- El plebiscito de Tacna y Arica, ajustado en las convenciones de paz, no se ha efectuado hasta ahora, porque consciente Chile de que la voluntad de sus pobladores le era hostil, dilataba la celebración de ese acto, que iba a ratificar por inmensa mayoría de votos la soberanía del Perú.
4ª.- Chile, viéndose perdido en mi plebiscito sincero, y conociendo que la población peruana era numéricamente superior a la chilena, como lo comprueban sus propios informes oficiales, sus textos de geografía y los datos estadísticos recogidos en 1904 por el celoso y competente funcionario don Tomás Lorenzo Lozano, ex-prefecto de Tacna, apeló a dos procedimientos: uno de benévola y suave captación de nuestra voluntad (estilo pugna Borne, Echenique, &) presentando propuestas de arreglo que equivalían en el fondo a la renuncia de nuestros derechos y que fueron rechazadas perentoriamente por el Perú, y otro de violencia, de ilegalidad, de venganza, con el ánimo preconcebido de extirpar todos los elementos de opinión favorables al Perú, (escuelas, [69] prensa, iglesias), violando así el espíritu del pacto de paz, que pone a ambos países, para aspirar legítimamente al triunfo plebiscitario, en condiciones de estricta igualdad.
5ª.- Chile se niega, hoy a someter a arbitraje, después de haber aceptado ese principio en el protocolo Billinghurst-Latorre, las diferencias que se oponen para resolver la nacionalidad de los votantes y qué nación debe presidir el plebiscito. El Perú sostiene que sólo deben intervenir en él los regnícolas, los nacidos en esas provincias, ya que sólo a ellos incumbe el derecho de determinar su futura suerte. Chile quiere que voten peruanos, chilenos y extranjeros. El Perú cree que para mayor imparcialidad del acto, éste debe ser presidido por el delegado de una potencia neutral. Chile, con férrea intransigencia, alega pretensos derechos de soberanía que no está dispuesto a ceder. Y claro es que como subsiste una irreductible contraposición de criterio entre las dos partes, si Chile rechaza el arbitraje, propuesto por el Perú, proclama su voluntad de no resolver nunca esta querella.
El señor Barros Borgoño se ha jactado últimamente de que Chile ocupa el cuarto lugar entre los países del mundo que han suscrito tratados de arbitraje. Puede ser verdad, y no dudamos un punto la información del señor Ministro; pero el caso no es suscribir pactos de ese género con Inglaterra o Siam, sino con el único país con quien se mantiene una contienda de carácter fundamental [70] y en la que se ha demostrado que no cabe el acuerdo para liquidarla honradamente. Cierto es también que el litigio de límites con la Argentina lo sometió Chile a la decisión arbitral de Eduardo VII. Pero esto tiene su explicación. Atemorizados por la perspectiva de una guerra con un pueblo, de recursos harto superiores a los suyos, los chilenos, prudentes y cautelosos, prefirieron zanjar a buenas la querella con su poderoso adversario, antes de meterse en una aventura que pudo costarles muy caro, porque acaso hubieran perdido no sólo lo que a los argentinos, sino lo que arrebataron al Perú y a Bolivia. Está visto que las rebeldías e intransigencias las guarda Chile para los pueblos que no le infunden temor.
6ª.- Las proscripciones en masa, el atropello brutal decretado por Chile contra el elemento peruano, anulan la posibilidad de que esos ciudadanos, muchos de los cuales son originarios de las provincias irredentas, ejerzan su derecho de sufragio en el plebiscito.
7ª.- Estos antecedentes demuestran que la situación jurídica de los territorios ocupados por Chile después de una guerra en que se alteró la dinámica material y espiritual del continente, debe regularse por otro estatuto, en que prevalezca no la fuerza del conquistador, sino el derecho de los pueblos conquistados. [71]
8ª.- El nuevo concepto jurídico de la humanidad, triunfante en los campos de batalla europeos, rechaza como un sacrilegio la imposición de esos pactos en que se juega la suerte de los pueblos, sin que éstos decidan cuál es su soberana voluntad. Esta voluntad no puede manifestarse libremente en Tacna y Arica por culpa exclusiva de Chile.
9ª.- El principio general de las naciones que va a encaminarse en el código elaborado por la humanidad, después de cuatro años de lucha formidable, consiste, como dice el gran publicista Roland de Marés, «en que el universo entero está llamado a pronunciarse sobre todos los problemas, y que por consiguiente, la responsabilidad del universo entero está comprometida en todas las crisis y en todos los conflictos».
10ª.- Fiel a estos principios, cansado de negociaciones estériles, hastiado de una política en que se mezclan alternativamente el sofisma, la lisonja y el ultraje, el Perú se niega a tratar con un país que ha escarnecido la justicia, que ha violado los tratados, que ha perseguido a sus habitantes, y somete la integridad de su querella a la Liga de las Naciones. En la extremidad a que ha llegado el conflicto, Chile no nos inspira fe ni confianza. Con él ya no podemos discutir, ya es inútil negociar. La suerte de varios miles de almas, su tranquilidad, su soberanía, su derecho a la existencia, los altos principios de moralidad y de justicia que [72] se ventilan en este pleito, los ponemos íntegramente en manos de un tribunal augusto, exento de odios, de parcialidad y de pasión. Serenos y confiados, esperamos su sentencia.
Y para acabar dignamente estas líneas, en verdad que no podríamos hacer nada mejor que aplicar a Chile estas palabras de Wilson, que cayeron como hierro fundente en la conciencia de los pueblos a quienes iban dirigidas. Sus políticos más representativos, sus poderes públicos, su prensa «nos han convencido de que no intentan hacer justicia. No observan los convenios; no aceptan más indicios que el de la fuerza, y el de su propio interés. No podemos venir a un acuerdo con ellos. Sus propios actos lo han hecho imposible... No tenemos el mismo pensamiento, ni hablamos el mismo lenguaje».
Quienes nos hayan hecho la merced de leer nuestro trabajo, quedarán convencidos de que también pueden dirigirse a Chile las severas palabras del Presidente americano.
Lima, marzo de 1919. [73]
Anexo
Memorándum
De la Cancillería Peruana a las Legaciones del Perú en el extranjero
Ministerio de Relaciones Exteriores
La circular telegráfica dirigida a las legaciones peruanas, el 28 de diciembre último, motivó la extensa comunicación enviada por el Ministro de Relaciones Exteriores de Chile, señor Barros Borgoño, a las legaciones, de ese país, con fecha 10 de enero próximo pasado.
Aun cuando el plan y tendencias de esa comunicación no difieren de las de la anterior, de la misma cancillería chilena, de 6 de [74] diciembre de 1918, es indispensable refutarlas afirmaciones en ella contenidas y hacer, la breve exposición de los atropellos cometidos contra los peruanos en los territorios ocupados por Chile, y que ese país se esfuerza en negar, aun cuando ellos se han realzado públicamente y son ya conocidos el mundo.
- I -
Asevera la circular que, en la provincia de Tarapacá, no ha habido otro disturbio callejero contra los pacíficos habitantes peruanos, que el ocurrido el 23 de noviembre de 1918. Las persecuciones a los peruanos y el saqueo de sus propiedades, realizados en Iñique, el 31 de octubre y el 2 y 24 de noviembre, y en Pisagua el 2 de noviembre, y las hostilidades que en toda forma se viene ejercitando diariamente contra los peruanos, con persistencia, para obligarlos a huir, abandonando sus ocupaciones y bienes en un suelo que es y no dejará nunca de ser suyo, porque es en el que vieron la luz y por haber sido también de sus mayores, todos esos atentados se ve que para la cancillería chilena no merecen siquiera ser mencionados, no existen. Como a la afirmación que hizo el gobierno peruano respecto de esos hechos, opone el señor Barros Borgoño categórico desmentido, es necesario poner a su vez a éste, citas de hechos, o sea la relación de los principales atropellos [75] cometidos, relación comprobada por la extensa documentación que forman los expedientes respectivos, organizados para entablar en su oportunidad las correspondientes reclamaciones contra el gobierno de Chile.
Según el periódico chileno «El Despertar», de Iquique, del 5 de noviembre de 1918, fueron asaltadas en ese puerto y completamente saqueadas, los días 31 de octubre y 2 de noviembre, la sombrerería de don Miguel Rivera, situada en la calle Barros Arana Nº. 115; una sastrería situada al costado de la anterior sombrerería; la sastrería «Aysen», de don Eusebio Zambrano; la de don Juan Vegas, calle Vivar, Nº. 1685; la joyería de don Mariano Dávila y un gran número de casas particulares que sería cansado enumerar. En el disturbio callejero del 23 de noviembre que, según el señor Barros Borgoño, no alcanzó en ningún instante a tomar proporciones, merced a las severas medidas de represión de la autoridad política local, se cometieron los siguientes asaltos y saqueos: el club Iquique, centro social peruano, después de destrozados a pedradas los vidrios de puertas y ventanas, fue clausurado, remachándose las puertas en presencia de la policía; la zapatería de Pandal, situada en la calle Thompson, esquina Baquedano, frente a la plaza Prat, fue completamente saqueada, viéndose a los asaltantes salir, llevando unos, dos o tres pares de zapatos, y otros, rollos de cuero, y pasar con estos objetos delante de los policías sin que [76] se les dijera una palabra; también fueron saqueadas la sastrería de García y otras dos situadas en la misma calle Thompson; la verdulería, en la esquina de esa calle; otra verdulería en la calle Patricio Lynch, el despacho de G. Montes, de licor y mercadurías, de la misma calle Patricio Lynch; el valioso taller de mecánica de Chirinos; el baratillo de Ferro, en la calle de Vivar; la joyería de Dávila y la sastrería «La Moda de París», en la misma calle, la joyería de Castillo, la fotografía de Martínez, la botica «El Sol» de don Luis Gennary; la agencia de fonógrafos de don Antonio Arce en la plaza Cóndell; la cantina de la calle Vivar, esquina Latorre al lado del Teatro Nacional; el almacén Panamá de Barredan, en la calle Wilson; la de la calle de Barros Arana, entre Tarapaca y Thompson; la, sombrerería Mendieta, la sastrería de Gamarra en la calle Vivar; todo esto sin contar los atropellos de menor cuantía, como el destrozo de la puerta de la casa de don Clodomiro Silva en la calle Gorostiaga de los vidrios de la casa del dentista don Román F. Coz y de don Arturo Hidalgo en la calle Covadonga, e iguales desmanes en los estudios de los abogados José Antonio Román, Pastor Jiménez y Alberto Jiménez Correa, en la calle Baquedano, así como en la casa particular del segundo de estos señores y mil otros abusos que sería cansado enumerar. Comentando estos desmanes, decía el citado periódico [77] chileno «El Despertar», de Iquique: «Todas nuestras autoridades parece que han estado de acuerdo para autorizar con su inacción estos actos».
He aquí, pormenorizados, los hechos a cuya realidad opone el señor Barros Borgoño su más categórico desmentido.
- II -
Es innecesario insistir en demostrar la forma violenta en que se realizó la expulsión del cónsul en Iquique señor Llosa. Ese acto, agravado por el empecinamiento con que se le quiere desfigurar, ha quedado ya ampliamente demostrado y sobre él se ha pronunciado el veredicto imparcial de América.
- III -
Sería interesante saber en qué consiste el cargo de haber desfigurado la acción amistosa del presidente de los Estados Unidos de América, al hacer alusión al mensaje telegráfico que dirigió el 6 de diciembre último a los gobiernos del Perú y Chile. No ha hecho otra cosa el Ministerio que darle el carácter de acción pacificadora, como efectivamente lo ha sido, y sin atribuirle, en ningún momento, mayor trascendencia de la muy significativa que en realidad podía tener. Resulta, por lo mismo, insidiosa toda tendencia a presentar la acción diplomática del [78] Perú como encaminada a la significación y alcance de la actitud del gobierno americano, cuya disposición sinceramente amistosa para el Perú no necesita ser desnaturalizada a fin de que tenga, el gran valor que efectivamente tuvo siempre y el inestimable aprecio que merece a los peruanos.
- IV -
Los nacionales y extranjeros que en Chile conocen la población de ese país y las estadísticas oficiales del mismo, no habrán podido seguramente disimular su asombro al leer la insólita afirmación del señor Barros Borgoño, de que ignoraba la existencia de peruanos en Antofagasta. Ya en 1885, cuando Antofagasta sólo era clasificado en la demarcación chilena como territorio, constituido en parte con la porción del que perteneció al departamento peruano de Tarapacá comprendida desde el deslinde entre Quillagua y el volcán Miño hasta el pueblo de Chacance, el censo de ese año registraba 415 peruanos residentes en Antofagasta y 111 en Tocopilla; y el censo de 1907 anotaba que de los extranjeros residentes en Chile, 1.749 peruanos residían en la provincia de Antofagasta, en esta forma: en el departamento de Antofagasta 1.348 en el de Tocopilla 266 y en el de Taltal 135. Con el desarrollo económico y comercial de Antofagasta, no es de sorprender que, en los once años posteriores del censo de 1907, [79] la población peruana de Antofagasta aumentara en más de cinco mil individuos, pues los registros de los consulados del Perú en esa provincia indican que, al producirse la persecución desatentada de nuestros compatriotas en Chile, a fines del año último, los peruanos, radicados en Antofagasta, ascendían a siete mil, que para el señor Barros Borgoño son un centenar.
- V -
Carece ya de objecto acumular mayores pruebas para acreditar los vergonzosos cometidos en Chile contra las personas y bienes de los peruanos y que aún no han terminado, pues la expulsión de ellos continúa en la forma cruel en que la han realizado en otras ocasiones pueblos que la historia ha juzgado con severidad. Los países principales de nuestro continente y algunos de los de Europa conocen toda la verdad de lo ocurrido por medio de las informaciones que solicitaron de sus propios agentes oficiales, y tienen, por consiguiente, formada su opinión al respecto. Esos países saben ya qué valor atribuir a los desmentidos categóricos de las autoridades culpables, a que se refiere la circular chilena y las declamaciones encaminadas a hacer el elogio del pueblo del que salieron hace tres meses los millares de asaltantes y saqueadores de las casas de los peruanos de Pisagua, Iquique, Antofagasta, y otros lugares. [80]
- VI -
Para justificar la expulsión de peruanos de Tacna, la circular chilena apela a extraños argumentos, no ya para negar la exactitud de los hechos, sino para deducir un imaginario e inverosímil reconocimiento de la soberanía de Chile sobre las provincias cautivas. Refiérese al pedido de internación que, respecto de algunos peruanos, se solicitara hace cinco años, en momentos en que la efervescencia de la lucha política en el Perú hacía temer por la estabilidad de la paz pública. Al tratar de este ingrato asunto es necesario dejar establecido que fue el gobierno chileno quien informó confidencialmente a este ministerio de la existencia de los trabajos subversivos que fundamentaron el pedido de internación, pedido que nunca pudo significar un reconocimiento de la soberanía de Chile en las provincias cautivas, desde que sólo era consecuencia de la situación de hecho creada en esas provincias por estar sometidas a las autoridades chilenas. El acto no era distinto, desde el punto de vista internacional, del que practican diariamente las autoridades marítimas del Perú al despachar los buques procedentes o destinados a Arica, puerto que consideran de ajena jurisdicción para los efectos del tráfico comercial, sin que a nadie se le [81] hubiera ocurrido hasta ahora la extraña y original deducción hecha por el señor Borgoño, de que por eso quedaba reconocida la soberanía definitiva de Chile sobre las provincias cautivas. Resulta en extremo pueril afectar la creencia de que el gobierno peruano, que hace veintisiete años interpreta en todas las gestiones diplomáticas con Chile la unanimidad del sentimiento nacional, trabajando incesantemente por la reincorporación de las provincias de Tacna y Arica, sin aceptar sobre ese punto transacciones de ninguna especie, pudiera borrar en un instante esos antecedentes de honor y sacrificar el más arrastrado de los anhelos del Perú en las interlíneas de una comunicación de uso frecuente entre países vecinos y contraída a asuntos de orden público, sólo por conseguir que fueran alejados de esas provincias, ciudadanos que no eran adictos al régimen político imperante entonces en la República. Si para desautorizar por completo esa antojadiza versión no estuvieran la naturaleza misma y el propio alcance de la gestión, bastaría para ello la notoriedad y patriotismo insospechables, de los miembros del gobierno que intervinieron en el asunto; pero si alguna duda quedara en los que quieran prestar acogida a esa aseveración, sería fácil borrarla por completo recordando los acuerdos, entonces recientes, que acaban de pasar entre las cancillerías peruana y chilena para definir de modo claro y expreso -no tácito ni deductivo- la situación [82] de las provincias de Tacna y Arica: los convenios de 10
22 de noviembre de 1912, para el establecimiento de las relaciones diplomáticas interrumpidas dos años antes entre el Perú y Chile. En esos convenios, se deja constancia del pedido de Chile para prolongar la ocupación de las provincias peruanas por veintiún años más, y del asentimiento del Perú a ello, en cambio de las garantías que se le daban para la realización del plebiscito; es decir, que se consultaba la voluntad del verdadero soberano de Tacna y Arica, para que el que no lo era pudiese prolongar una ocupación cuyo término ya estaba vencido. ¿No era esto el reconocimiento solemne de la soberanía peruana? ¿Podría ésta resultar anulada porque se había pedido el alejamiento de las personas a que infelizmente se ha referido el señor Barros Borgoño? Todo el que raciocine con buena fe, creerá resueltamente que no.
Viniendo ahora a la manera como han sido expulsados los peruanos residentes en Tacna y Arica, ella resulta fielmente copiada en los siguientes acápites de la exposición que esos peruanos acaban de presentar al señor Presidente de la República, y que, de las informaciones tomadas por el gobierno, resulta absolutamente verídica:
«Al pisar el territorio libre de nuestra patria, queremos que nuestra primera palabra sea de saludo para el Presidente de la República, y de acusación, ante los pueblos [83] de América, por los ultrajes que se nos han inferido.
»Sabe usted que Chile, no habiendo podido, durante más de 34 años por medios lícitos y honrados, cambiar el sentimiento de los peruanos de Tacna y Arica, ni arraigar una población chilena capaz de darle el triunfo, al mismo tiempo que rehuía el plebiscito, ha hostilizado, por todos los medios imaginables, a los peruanos de esos territorios.
»Esa hostilidad, sorda unas veces, violenta otras, pero siempre constante, se ha manifestado por el continuo éxodo de tacneños y ariqueños, que no pudiendo ganar el pan en el lugar en que nacieron, han tenido que ir a buscarlo a lejanas tierras. Se cuenta por miles, los que empujados por esa presión, viven en Tarapaca, Antofagasta, Buenos Aires, La Paz, Arequipa y Lima.
»Esa hostilidad es la que cerró las escuelas dirigidas por peruanos, en 1909; la que clausuró los templos y arrojó a los curas en 1910; la que asaltó, y destruyó el Club de la Unión en 1911; la que destrozó las imprentas «La Voz del Sur», «El Tacora» y «El Morro de Arica» en el mismo año; la que, por mano del general Vicente del Solar, sembró pánico en Tacna y Arica, obligando a salir, por medios indirectos, a lo mejor de la sociedad peruana.
»Pero esas hostilidades, con ser todo lo violentas y arbitrarias que fueron, jamás llegaron a asumir la forma ruda y desvergonzada [84] de la de hoy. Parece que, aturdidos por el derrumbe violento e inesperado del Imperio Germánico y la muerte del imperialismo en el mundo, una ola de demencia envolviera al pueblo chileno.
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»Inicia sus métodos en Tacna y Arica con una violenta campaña de prensa, en la que se falsea la historia, se ataca a nuestro país en la forma más grosera, y se insulta y se señala al odio del elemento chileno a determinados peruanos como agitadores y perturbadores del orden público: como si un pueblo, desarmado e indefenso, pudiera tener la idea insensata de provocar movimientos en una ciudad guarnecida con un ejército de más de 5.000 hombres.
»Con el fin de organizar la hostilidad contra los peruanos, se constituye una «Liga Patriótica», que de todo tiene, menos de patriótica, en el noble sentido de la palabra. Es ella la que organiza los mítines, la que ordena los ataques a la propiedad peruana, la que decreta los apaleamientos; en ella se forjan las amenazas y demás medios de intimidación; en ella se discute el saqueo, tal vez hasta el asesinato. Y presidente de esa liga don Armando Sanhuesa, ex-director de «El Pacífico» y actual secretario de la Intendencia; miembros de su directorio son don Armando Holley, tercer alcalde de la ciudad, don Juan de Dios Degeas, comandante del regimiento O'Higgins; don Manuel Sabugo, director de «El Pacífico» y yerno [85] del general Rojas Arancivia, y otras personas prominentes; a ella pertenecen todos los empleados de la administración chilena y los jefes, oficiales y soldados del ejército.
»Se realizan mítines, unos de protesta, por supuestas ofensas peruanas, y otros en honor de los pueblos amigos de Chile; pero en unos y otros se cuida hacer circular voces de que serán atacados las casas y almacenes peruanos. Y para tener en constante alarma a la población, se cuida también de anunciar manifestaciones que unas veces se efectúan y otras no; pero que sirven para mantener en continua zozobra a la población.
»Grupos de empleados y oficiales chilenos recorren de noche la ciudad, dando vivas a Chile, mueras al Perú, golpeando las puertas y amenazando a los pacíficos pobladores. Se arrancan las planchas de profesionales peruanos; se mandan anónimos amenazantes a familias respetables, y se señalan con grandes cruces las casas de la misma nacionalidad. Se fijan en las calles boletines impresos en que se notifica a conocidos caballeros tacneños para que abandonen la ciudad en un plazo perentorio. Se insulta, se provoca, se ataca a los peruanos en las calles. Víctimas de estos atropellos han sido D. Manuel J. Belaúnde, don Jorge Chávez, don Teófilo Flores, don Manuel Eyzaguirre, don José Rueda, don Manuel Lacunza, don Luis V. Sologuren, don Guillermo Mac Lean, que [86] milagrosamente escapó de sus perseguidores, y muchas otras personas cuyos nombres por el momento ignoramos.
»La titulada «Liga Patriótica», secundada por las autoridades, ejerce presión sobre las instituciones y casas de comercio, para que despidan a los empleados peruanos y tomen en su lugar a chilenos. Si no se muestran dóciles a sus exigencias, los acusan de peruanizados de personas poco gratas, y los amenazan con hostilizarlos en todas las formas posibles.
»En el Liceo, el doctor don Luis E. Zúñiga obliga a los niños a firmar una declaración de nacionalidad, insinuando primero, y después exigiendo con amenazas, que pongan la nacionalidad chilena. A los que se resisten, a los que se mantienen firmes en sus sentimientos patrióticos, se les llama ingratos, se les insulta y se les dice que no serán admitidos en el establecimiento y que deben ir a educarse a su patria.
»Ni las instituciones de beneficencia, que aun en tiempo de guerra son respetadas, se han visto libres del odio chileno. La sociedad de artesanos «El Porvenir», que cuenta con más de quinientos miembros, y, que sólo tiene por objeto auxiliar a sus socios enfermos, fue clausurada de orden del intendente, el 24 de diciembre de 1918. De nada le valió su carácter de institución de caridad, nada le importó dejar en absoluto desamparo a los enfermos que eran asistidos por ella. [87]
»El 23 de diciembre, a las 11 de la noche, después de una reunión de la «Liga Patriótica», efectuada en el Teatro Municipal, una poblada escoltada por la policía, recorrió la población, deteniéndose delante de las casas de algunos peruanos, para insultarlos y darles un plazo dentro del cual debían de abandonar la provincia. Al día siguiente, desde las 9 de la noche, una horda de más de doscientas personas, compuestas en su mayor parte de soldados y oficiales, entre gritos e insultos clausuró, clavando grandes tablas, el «Cine Mundial», los establecimientos comerciales de los señores Gerardo Corbacho, Enrique G. Quijano, Carlos Céspedes, Guillermo Carlos, Alberto Capellino, Aníbal Marchand, Víctor González y Ghersi Hermanos. Los establecimientos de don Manuel Sologuren, Manuel Liendo, Daniel Crespo, Manuel Yanulaque, Vicencio Tara y Enrique Ward y el Teatro Nacional, de don Juan José Vidal, fueron asaltados y, también, clausurados. Las casas particulares del doctor Carlos Téllez, del ingeniero señor Carlos Valverde, de don Alberto Díaz, del doctor don Luis O. Díaz de don Manuel Belaúnde, fueron apedreadas y clausuradas en la misma forma que los establecimientos de comercio. Es digno de notar que, en esa ocasión, no hubo policía que escoltase a los asaltantes, ni que cuidase el orden público, no obstante que el cuartel de policía apenas dista dos cuadras de las calles en que se efectuaron los sucesos». [88]
«Los habitantes de los campos, no por estar lejos, se encuentran libres de las hostilidades chilenas. Bandadas de soldados recorren las chácaras, pisoteando los sembríos, arrancando, por el solo placer de hacer daño, los frutos verdes y llevándose los maduros, y ¡ay de los que se opongan!, los insultan, los hartan de desvergüenzas, les pegan, y con un cinismo sin nombre, cuando hablan de quejarse, les dicen que para los 'cholos no hay justicia'.
«De orden de la municipalidad, con el beneplácito del delegado de aguas, y fingiendo escasez para el servicio de los cuarteles, se ha quitado a los agricultores la quinta parte del caudal del río Caplina, medida con la cual se les perjudica enormemente, porque, como es sabido, las aguas de dicho río son escasas e insuficientes para las necesidades de cultivo
«Viendo que todos estos medios de coacción no daban el resultado apetecido, de hacer salir a los peruanos, y no animándose a entrar, por temor al escándalo o tal vez por un resto de vergüenza, en el camino del saqueo y del apaleamiento en masa, el intendente suplente y general en jefe de la primera división del ejército, don Víctor Rojas Arancivia, teniendo en su 'mano todo el poder de la autoridad', creyó que le había llegado el momento de obrar.
«Citó para el jueves 26 de diciembre, a las diez de la mañana, al doctor Carlos Téllez, ingeniero Carlos Velarde, don Alberto [89] Díaz, ingeniero Roberto Valverde, doctor Luis Díaz, don Justo Marín, don Carlos Vaccaro, don Manuel Sologuren, y uno por uno les hizo pasar a su despacho. Allí, a ratos parado en la actitud arrogante de un pequeño káiser, y otros paseándose a grandes y sonoros pasos, gritó y amenazó 'con todo el peso de la autoridad' (palabras textuales), exigiéndoles que saliesen de la provincia de su mando y que firmasen una carta en que expusieran que lo hacían voluntariamente. Cuando las amenazas no producían el efecto deseado, este káiser de opereta bajaba el tono de la voz daba inflexiones de persuasión y hasta de afecto, ofrecía garantías y facilidades y prometía, bajo su palabra de honor, que la carta que pedía no sería publicada».
«Pero ni las amenazas ni los halagos fueron suficientes para doblegar la resolución de los que primero entraron. Contrariado por esta actitud para arrancar a los demás la anhelada declaración, vaciló en recurrir a un medio indigno, a un engaño, a una falsía: les aseguró que los anteriores habían firmado la carta, expresando que salían voluntariamente. Sólo así consiguió, por medio de una mentira indigna, si no de él, por lo menos del alto puesto que ocupaba, que unos cuantos firmasen la carta en la forma que quería».
«A estas notificaciones de expulsión, han seguido otras que han comprendido a los señores Alejandro Garibaldi, José Félix, Carlos [90] Pradel, Víctor González, Juan J. Vildoso, Ricardo Téllez, Juan José Vidal, Pedro Rojas, Juan E. Ramírez, Víctor Vera, Gerardo Corvacho, Jorge Valverde, Amador Cornejo, Juan de Dios Ulloa, Julio Gómez, Julio Rey, Edilberto Andrade, Lizardo y Luis Belaúnde y otros muchos; y, según se dice, hay en preparación una larga lista, que alcanza más de trescientas cincuenta personas».
«Y si los notificados se resisten o retardan, aunque sea por un día o por horas su partida, entonces caerá sobre ellos 'todo el peso de la autoridad', del general Rojas Arancivia; entonces los harán detener y, como a los señores Carlos Valverde, Roberto Valverde, Carlos Téllez y Jorge Valverde, custodiados por oficiales del ejército, los conducirán hasta la frontera de Sama o hasta a bordo de un vapor en Arica. (A los señores Roberto y Carlos Valverde los registraron, quitándoles el reloj, cartera, dinero y demás objetos que llevaban, los amordazaron y los encerraron en un calabozo).
»Ya sabemos que a estas acusaciones la prensa chilena responderá con su acostumbrado sistema de negativa. Dirá que en Tacna y Arica nada ha pasado, que extranjeros y nacionales gozan de plenas garantías, que esos cargos son imaginarios, que son el fruto de nuestra fantasía tropical o del deseo de alcanzar granjerías.
»Pero para destruir tales aseveraciones, allí están todos los extranjeros de Tacna y Arica, allí está el testimonio de los mismos [91] chilenos, que cuando se les interroga personalmente, no se atreven a negar la verdad; allí está, sobre todo, como prueba inobjetable, el éxodo de peruanos que en caravana interminable, salen de la tierra en que nacieron. Nadie que no es molestado, nadie que goza de garantías abandona por puro gusto su empleo, sus negocios, sus intereses, su hogar, sus comodidades, para correr en lugares desconocidos, los azares y las penalidades de la vida. Quienes tal cosa hacen, es porque, materialmente, se les hace imposible vivir en el lugar que abandonan».
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Entre los cincuenta naturales de Tacna y Arica que firmaron esta exposición, figuran los señores C. A. Vaccaro, M. S. Sologuren y R. Valverde, citados individualmente en la circular chilena.
Esto es lo que el señor Barros Borgoño llama «el retiro voluntario de cinco o seis personas», fuera de las cuatro que indica nominalmente.
- VII -
Resulta muy pobre excusa explicar, como pretende hacerlo la circular chilena, por la paralización que sufre la industria salitrera, la salida de la población peruana de esa región.
Si bien es innegable la seria crisis que esa industria atraviesa, resulta elemental que si el éxodo de peruanos se debiera a tal causa, no se habría realizado en las condiciones de [92] simultaneidad y violencia que en la actualidad reviste. En efecto, la emigración en tales circunstancias es lenta y progresiva, a medida que ocurre el paro en las oficinas salitreras; y sólo comprende al personal directamente pendiente de esa industria, no a los artesanos, comerciantes, empleados y profesionales que ninguna relación tienen con ella; sin embargo, entre los peruanos expulsados figuran de toda clase de ocupaciones, lo que de por sí sólo demuestra la inexactitud de la versión dada por la cancillería de Chile.
Siguiendo la misma senda, la circular chilena quiere hacer crear exagerada la cifra de dieciocho mil peruanos que se ha dado como existente en el departamento de Tarapacá. Aun cuando el número no haría cambiar la naturaleza brutal del atropello que ha comenzado y continúa perpetrándose con los peruanos y que es igual cometiéndose con dieciocho mil o con los seis mil que son los únicos que el señor Barros Borgoño declara existir, es lo cierto que las estadísticas oficiales de Chile se encargan de desautorizar las afirmaciones de su propia cancillería. El censo de la república de Chile, levantado el 28 de noviembre de 1907, dice en la página XIX: «De los 134.524 extranjeros residentes en Chile 27.140 son peruanos...»; y en la página 63 puede verse que en la población total de la provincia de Tarapacá, que ese año ascendía a 110.036 individuos, se comprendía 23.574, o sea, más [93] del 21 por ciento, lo que es además de pública notoriedad, pues en la región salitrera, los peruanos, que son los verdaderos regnícolas, forman el núcleo más considerable de trabajadores, que tiene que haberse incrementado extraordinariamente por el auge que, en los últimos años de la guerra mundial, alcanzó la industria del nitrato y por la preferencia que siempre se dio a los peruanos por sus condiciones de sobriedad, disciplina y laboriosidad.
Pero, si la crisis del nitrato es invocada como pretexto para cohonestar la expulsión violenta de los peruanos en Tarapacá, Antofagasta, ni siquiera esa pretendida causa existe en la que se realiza en las provincias de Tacna y Arica, en donde no hay industria del salitre y que se hallan sometidas actualmente al régimen más doloroso de violencia y de abuso, con manifiesta violación del tratado de paz, de que tan respetuoso se muestra ahora Chile, después de haber eludido su cumplimiento durante treinta y cinco años.
Lima, 14 de febrero de 1919.
Entre el Perú y Chile : la cuestión de Tacna y Arica : páginas de divulgación histórica
E. Castro y Oyanguren
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