La Guerra que Unió a Chile

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Fuente original La República
21 de marzo de 2010

Historiadora graduada en la PUCP y docente en el Departamento de Historia de Sewane, Universidad del Sur (Tennessee, EEUU), Carmen McEvoy se ha especializado en investigar el Perú del siglo XIX. Sus libros sobre Manuel Pardo y sus numerosos ensayos son aportes decisivos al conocimiento de nuestro pasado. Ahora publica Armas de persuasión masiva, una lectura del discurso de la Guerra del Pacífico desde el lado chileno, que será presentado en Lima el martes 23 en el CCPUC.
Por Federico de cárdenas


¿Por qué el título, “Armas de persuasión masiva”?

–Trato de jugar con la frase con la que de alguna manera se inicia la guerra en Irak. Una guerra tiene que ser justificada. A veces lo hacen con una invención como en el caso de estas armas –que nunca aparecieron– y otras lo hacen a través de las palabras. 

Pero el elemento persuasivo es fundamental: tienes que convencer al frente interno. Haber estado en EEUU cuando lo de Irak me permitió ver toda esa parafernalia de símbolos que requieren los estados para justificar ante los ciudadanos que tienen que ir a pelear.

–Sostienes que el discurso de la Guerra del Pacífico no ha recibido suficiente atención de parte de los historiadores. ¿Es así?

–La ha recibido, pero no en el sentido historiográfico. La guerra ha sido vista como celebración patriótica, como cosa juzgada. Se sabe que Chile ganó la guerra porque fue más nacionalista que el Perú y tuvo la capacidad de unificar a su población, pero no se ha deconstruido el lenguaje de la guerra. No se ha tratado de entender las lógicas internas que van conformando este lenguaje. En suma, no hemos sometido el nacionalismo chileno a una prueba de análisis discursivo.

–Tu libro demuestra que la guerra no tuvo únicamente un componente militar, que hubo una retórica que fue fundamental y organizó prácticamente ese discurso.

–Una guerra necesita fundamentación ideológica. A los seres humanos nos cuesta ejercer la violencia sin justificarla. Tenemos que validar nuestras acciones violentas. Se ha hablado de las batallas, tenemos muchísimo respeto a Grau y otros héroes, pero no se ha trabajado los efectos de la guerra en el frente interno, en el cual la palabra va a cumplir un rol fundamental, y más aún en el caso de Chile, que pelea una guerra que no ocurre en su territorio. No estar amenazado de invasión le permite jugar mucho más en el tema de los discursos y construir uno muy fuerte.

La tradición retórica

–Hablas de una tradición retórica muy viva en Chile, anterior a la guerra y que ayudó mucho en esta elaboración. ¿Se da algo paralelo en el Perú o aún está por estudiarse?

–Creo que Chile, Perú y varios países de Sudamérica partimos de esta vertiente republicana, donde la oratoria juega un gran rol. 

Pero la misma historia del Perú es diversa. Desde que se va Bolívar los caudillos militares están peleando, y si bien tienen una retórica y hablan de una suerte de republicanismo militar, no tienen tiempo para ella, pues todo se va resolviendo a través de las armas. En Chile no, es verdad que en los 50 tiene dos guerras civiles, pero en los 60, que es la época de la eclosión de la retórica, hay una paz social que el Perú no tiene. Eso les permite utilizar un lenguaje simbólico hecho de palabras y de rituales y hacerlo con mayor eficiencia. Lo digo con prudencia, pues es verdad que no existen trabajos similares a mi libro para el Perú. Habría que averiguarlo.

–Esta retórica de la que hablas tenía dos vertientes, la religiosa y la cívica, idelógicamente enfrentadas, pues la iglesia era muy conservadora y los liberales estaban en el poder, sin embargo ambos discursos se las arreglan para confluir. 

–Sí, y casi diría que es un caso único, pues determina que ni conservadores ni liberales tengan la hegemonía del discurso, que se va imbricando en la guerra, y así lo más arcaico del pensamiento conservador, que desarrolla el tema de la guerra justa, termina juntándose con la defensa del honor nacional, que es el aporte de los liberales. La guerra crea un espacio que es como un mercado libre de la opinión pública en el cual ambos tienen que salir a defender sus posiciones, y al hacerlo lo hacen frente a una audiencia que al final va a hacer una especie de mezcla de ideologías que, en teoría, no podían convivir una con otra. Entonces ocurre que el gobierno chileno, que tiene sus propagandistas, suma otros free lance, que son aquellos que desde antes de la guerra han luchado por la hegemonía cultural y que ahora, con el conflicto, ven una oportunidad de reposicionar sus planteamientos. Tanto la guerra cívica como la guerra santa, que son las posiciones que analizo, tienen fundamentos arcaicos, y contagian la ideología.

–En el caso de la iglesia está muy claro, las invocaciones al viejo testamento, al Dios de los ejércitos que protege al pueblo elegido.

–Claro. Es la guerra como una ordalía en la que de tu moralidad va a depender tu victoria. Si pierdes, queda entendido que es Dios quien te está condenando por inmoral. Es el discurso de los vencedores. En el otro caso, el de los liberales y la guerra cívica, es otra vez la guerra de la independencia: Chile quiere romper este nuevo imperio formado por Perú y Bolivia, entonces el agresor termina siendo el agredido, y el Perú visto como una suerte de imperio déspota. Es interesante también cómo en ningún momento aparece la palabra salitre, ni las razones económicas, que al final son las verdaderas razones de la guerra.

–Sin embargo, hay un discurso que se podría calificar de geopolítico, porque se dice al pueblo que tiene mayores derechos sobre Antofagasta y Tarapacá, que son tierras trabajadas por chilenos.

–Es la justificación por el trabajo, que es una justificación burguesa. Esos rentistas, que son Bolivia y el Perú, han vivido de su vieja herencia, mientras que Chile, país burgués y eficiente, tiene todo el derecho de usufructuar de ese territorio de quienes nunca lo trabajaron, algo que no es cierto. Pero ese discurso, que pone la indolencia del lado de Bolivia y el Perú, se ve complementado con el de la sangre de los héroes. Ese territorio, dicen, no es solo el del sudor sino el de la sangre de nuestros héroes. Y así es como al momento de la negociación incluyen Tarapacá, que no estaba en disputa.

Ritos de la guerra

–En el momento que ambos discursos coinciden, y es uno de los aspectos fascinantes del libro, comienzan a realizarse esos grandes rituales que son los sepelios de los caídos en la guerra, que actúan también como elemento de cohesión muy grande de la sociedad chilena, que seguramente tenía sus diferencias de clases, pero que desaparecen y solo se habla de unión.

–Sí, una parte del libro está dedicada al tema discursivo y la otra al del ritual, que es el que concreta la palabra. Todas estas ceremonias muy sofisticadas, con antorchas y un apelar a los sentidos, que hablan a las emociones de una sociedad que no está sino parcialmente alfabetizada. La guerra crea la sensación momentánea de que a pesar de las diferencias sociales es posible lograr una cohesión cultural.

–Hubo ideólogos de la guerra, pienso en Benjamín Vicuña Mackenna o Isidoro Errázuriz.

–Exactamente. Es gente que tenía un entrenamiento y que no se sorprende de la guerra, puesto que se preparaban para una guerra entre conservadores y liberales. Tienen un bagaje de palabras, símbolos y rituales que ya se había manifestado en la ceremonia de repatriación de los restos de Bernardo O’Higgins en la década del 60, que fue un primer entendimiento entre liberales y conservadores, y cuyo modelo se reiteró a lo largo de la Guerra del Pacífico. Es un poco el pueblo viviendo la historia: es la nación que se escenifica. Cuando retorna la Covadonga, la gente que la visitaba se llevaba astillas, como si fueran las reliquias de la cruz.

–También se da esta curiosa feminización de Lima, presentada como una especie de odalisca a la que hay que conquistar.

Sí. La erotización y feminización de Lima les permiten reforzar su masculinidad. El discurso nacionalista siempre se da en clave masculina. Recuerdo haber leído en uno de los textos de soldados chilenos que Lima era “una bacante que se retorcía en medio de sus placeres”. Cerré los ojos y vi una escena de Las bacantes de Eurípides. La imagen no era nueva, pues ya viajeros habían hablado de Lima como ciudad frívola y de placeres, pero es interesante cómo la retoman para reforzar su sentido de lo masculino. 

–¿Estos ideólogos se trasladan a Lima, una vez tomada la ciudad, y promueven este discurso?

–Absolutamente. El primer momento fue la toma de la Catedral, lo que provocó un enfrentamiento con la jerarquía local. Pero el capellán chileno, Florencio Fontecilla, se sale con la suya y celebra misa por los caídos chilenos en San Juan y Miraflores. Allí Salvador Donoso, uno de los ideólogos de la guerra santa, inicia la ceremonia citando: “Yo te elegí como mi pueblo, tú eres Israel”. Era la Catedral donde se ungía a los virreyes, y al tomarla Chile estaba reformulando simbólicamente la hegemonía cultural del Pacífico. Por el lado de los ideólogos de la guerra cívica, Isidoro Errázuriz funda un periódico en Lima, que bautizó como “La Actualidad”, donde pretenden extender su campaña de adoctrinamiento a los peruanos.

–¿Este discurso arcaico continuó pasada la guerra o hizo crisis?

–Hizo crisis, porque luego del festejo de la victoria en el Campo de Marte de Santiago en 1884, siete años más tarde estalla una guerra civil terrible. Eso demuestra que ese discurso de la unidad era una construcción feble y vulnerable, que no pudo resistir el surgimiento de nuevas hegemonías.

Chile o los dilemas de la república modelo

15:49 Posted by Editor



Texto de historiadora Carmen McEvoy en Domingo edición 10 de octubre de 2010, del diario La República.
A propósito de la conmemoración del Bicentenario de la Independencia de Chile, celebrado el 18 de setiembre pasado, la historiadora Carmen McEvoy examina el derrotero de una nación que construyó una de las expresiones más radicales del republicanismo sudamericano. 

Por Carmen McEvoy
 (*)

Debo a la generosidad del Perú una vida tranquila y el no mendigar mi subsistencia y la de mi familia”. Aquellas palabras –escritas por Bernardo O’Higgins en las postrimerías de su vida– resonaron en mis oídos cuando tomé la decisión de estudiar la historia del siglo XIX chileno. Al examen de la repatriación de sus restos, más aún, dedicaría uno de mis primeros trabajos sobre la historia chilena: aquella ceremonia, como sostuve ahí, estableció el modelo para las dedicadas a muchos otros héroes patrios que, a partir de 1879, emprenderían –al igual que O’Higgins– el retorno póstumo desde el Perú.
Desde su exilio limeño había insistido el patriota chileno en la enorme interdependencia que existía entre ambos países, vaticinando asimismo que, andando el tiempo, el bienestar del uno redundaría necesariamente en beneficio del otro. No encontrarían, lamentablemente, demasiado eco sus palabras. Aún hoy, a pesar de la íntima asociación de nuestras historias nacionales, seguimos sin poder trabajar a fondo los temas que nos unen, dejando atrás todo aquello que ha contribuido a separarnos, en especial el recuerdo de la Guerra del Pacífico.
No es posible abordar la relación peruano-chilena sin remontar el primer obstáculo que nos divide: la huella indeleble dejada por la Guerra del Pacífico en nuestros imaginarios nacionales. Es por ello que la principal tarea de los historiadores de los países enfrentados a partir de 1879 –y aquí es imprescindible incluir a Bolivia– será transformar ese sangriento conflicto en Historia. Conocer en profundidad la dinámica política e ideológica de aquella contienda puede ayudarnos a entender mejor el tema que hoy nos convoca: los dilemas de una república que vio en su independencia la posibilidad de definir un perfil propio frente a un vecino que era nada menos que el antiguo centro del poder colonial.
Estrella solitaria
Mientras al Perú –un país marcado por su geografía, su riqueza, sus orígenes imperiales y su diversidad cultural– le tomará un largo tiempo mirarse como nación, Chile entendió con meridiana claridad que la forja de una sólida identidad republicana era clave para remontar su antigua marginalidad. La explosión sideral de esa suerte de estrella solitaria –maniatada a lo largo de los siglos por múltiples relaciones de dependencia– provocó una de las expresiones más radicales del republicanismo sudamericano.
De ahí que el republicanismo chileno pueda entenderse a través del estudio de sus rituales, como es el caso del funeral de O’Higgins, y mediante su retórica. La enorme fe en el poder de las palabras es un elemento constitutivo del “voluntarismo liberal” que sucedió a la Independencia. La apuesta por la cultura fue una consecuencia inevitable del estado de disociación entre las preferencias liberales y el contexto socioeconómico en el cual dichos ideales aparecieron. Este desequilibrio creó las condiciones para el historicismo, para la intransigencia ideológica y para la noción de que el hombre de palabras era un ser elegido, cuya misión consistía –según Bernardo Subercaseaux– en liberar a Chile de su pasado colonial.
Dentro de un universo mental en el que no existía lugar para los claroscuros y menos para la duda, José Victorino Lastarria, promotor de la Sociedad Literaria, se propuso combatir los viejos elementos de la cultura española presentes en la antigua Capitanía General desde el siglo XVI. El “plan de guerra” de quien se percibió como la conciencia intelectual de la nación fue colaborar en crear las bases de su futura civilización. Así, conceptos como “civilización”, “masculinidad”, “moralidad” y “superioridad racial” servirán de soporte a un discurso generalizado cuyo objetivo principal fue resaltar la aparente superioridad de una república que desde sus tempranos inicios se percibió como única en la región.
Chile, al igual que los Estados Unidos de Norteamérica, resolvió los dilemas y las contradicciones del republicanismo mediante la expansión fronteriza, proceso que ocurrió tanto a nivel político como económico. Cabe recordar que uno de los mayores desafíos del republicanismo clásico fue resguardar a la república del efecto corrosivo del tiempo, concebido como el verdadero enemigo del régimen y el responsable del caos y la inestabilidad. Así, frente a una trayectoria cuyo destino inevitable era el declive y la tan temida corrupción moral se alzaba el antídoto de la expansión fronteriza. Un conjuro pensado como horizonte de superación. En este sentido, además de posibilitar la reproducción del ideal fundacional del republicanismo –el de un perpetuo comienzo–, el concepto de frontera colaboró también a reforzar la noción de que la virtud era posible, para todos, mediante el trabajo y la producción.
Ideario individualista
Si analizamos detenidamente el proceso de ocupación de territorio boliviano y peruano por el Estado chileno a partir del verano de 1879, emerge, una y otra vez, la formulación del discurso de una “polis” civilizadora. El discurso civilizador de quienes asumen la tarea de integrar los territorios conquistados al “comercio universal del mundo” debió presentar a Bolivia y al Perú como los vestigios de sociedades premodernas atrapadas entre el estatismo y la corrupción. Así, la prensa chilena construye al enemigo como lo imperial, como un Antiguo Régimen que es imprescindible destruir. Es entonces desde los márgenes que el Estado chileno junto a sus vanguardias intelectuales reformula, en oposición a sus vecinos, su nacionalismo que es, qué duda cabe, republicano y por ello eminentemente civilizador. Por ser también individualista y competitivo, este ideario se irá alejando del americanismo defendido por Bernardo O’Higgins.
Benjamín Vicuña Mackenna es el hombre que mejor simboliza el espectacular viraje conceptual que O’Higgins no fue capaz de imaginar para la república que él ayudó a fundar. Como investigadora, tuve una experiencia muy grata en los archivos chilenos. Esta percepción, sin embargo, cambió cuando tuve que revisar el archivo que el gobierno chileno compró a la viuda de Vicuña Mackenna. Ahí encontré una importante cantidad de documentos peruanos, entre ellos los epistolarios de los presidentes Domingo Nieto y Luis José de Orbegoso que ya han sido transcritos y publicados en Lima bajo el título de “Soldados de la República. Guerra, correspondencia y memoria en el Perú”.
Es probable que algunos de los miles de folios recopilados celosamente por el senador de Coquimbo formaran parte del tráfico de documentos peruanos en el periodo de la ocupación. Lo que resulta relevante a nuestra discusión sobre la construcción del imaginario de la república de Chile es que la obsesión de Vicuña Mackenna por recolectar documentos peruanos y bolivianos está asociada a esa cruzada civilizadora defendida por su maestro Victorino Lastarria. Los países “bárbaros”, como eran catalogados el Perú y Bolivia, simplemente no merecían tener una historia y mucho menos preservar sus libros y sus fuentes documentales.
¿Círculo vicioso?
¿Será posible que luego de 200 años de independencia un Chile maduro y consolidado reevalúe un ideario que ha sido la causa directa de sus mayores logros pero también una de las razones de sus carencias culturales? (aquí me refiero a su difícil relación con la diversidad propia y ajena), ¿será posible romper el círculo vicioso de un sentimiento de superioridad que refuerza el de inferioridad del “otro”, una situación que obviamente impide cumplir el sueño de unidad de Bernardo O’Higgins?
En este Bicentenario, mi propósito ha sido recordar al hombre cuya vida transcurrió entre Chile y el Perú. Fue esta valiosa experiencia de vida lo que le permitió vislumbrar un futuro de integración y complementariedad para las dos repúblicas que tanto amó. Porque a estas alturas del camino recorrido ya nadie puede negar que somos naciones que se han nutrido una de la otra. Nuestra diversidad complementa esa apuesta por la homogeneidad y el orden que ha caracterizado desde siempre al republicanismo chileno. Su sentido organizativo, nuestra tendencia a la dispersión. Su disciplina, nuestra creatividad.
Los aniversarios, como el que celebra Chile hoy, permiten invocar el pasado con la finalidad de iluminar el presente y el futuro.
Pienso que sin derrotismos ni triunfalismos es posible modelar una mirada crítica, sustentada en la historia, que nos permita trascender los nacionalismos de antaño para caminar juntos hacia un futuro diferente. Este fue vislumbrado hace 200 años por el Padre Fundador. Romper el conjuro de las palabras y obviamente de los hechos dolorosos nos ayudará a darles a nuestros pueblos la tranquilidad y la paz que merecen. Porque la promesa de esa gesta independentista que hoy celebramos con alegría junto a Chile fue la libertad pero también la solidaridad y la felicidad de todas las repúblicas que decidieron romper con el pasado para construir una vida en común.

(*) Carmen McEvoy es una historiadora peruana, profesora en The University of the South. Autora de La utopía republicana, Forjando la nación, Armas de persuasión masiva, entre otras obras.